Es difícil creerlo, pero la muerte de Leonel Rugama y de sus compañeros, la radiaron en directo desde el lugar de los hechos. Ese 15 de enero de 1970, jueves, a partir de las tres de la tarde, los periodistas radiales que lograban esquivar a la Guardia, transmitían por las ondas una muerte colectiva desde un barrio de Managua que llamaban "El Edén". Varios periodistas fueron golpeados y perdierongrabadoras, micrófonos, cámaras fotográficas...
A la hora de la siesta de aquel día de verano, cuando el sol calcinaba las cruces delcementerio vecino y hacía arder las calles, se podía ver a dos mujeres en la puerta de la vivienda de la señora viuda de Medina, una casa pintada de azul. Ambas reposaban fuera, a la sombra de un jardincillo rodeado de cerca metálica. Estaban sentadas, y una de ellas tenía en brazos una criatura.
Los cronistas precisan que eran las catorce horas veinte minutos, cuando llegaron a las inmediaciones de la casa dos vehículos con guardias armados y agentes de seguridad vestidos de civil. Cautelosamente, detuvieron los vehículos a cierta distancia de la casa y varios agentes caminaron hasta las mujeres. Ya se las llevaban de allí, cuando una de ellas lanzó un grito a los de la casa. Un agente entraba en la casa con el arma en la mano, se oyeron disparos, él retrocedió arrastrándose y se armó el tiroteo.
Un reportero de La Prensa cronometró todo el desarrollo del combate: Desde las dos treinta, llegan crecientes refuerzos de la Guardia. A los pocos minutos de iniciarse la balacera, aparece en el aire claro de enero una avioneta que ametralla la casa.
A las tres se persona en el lugar el capitán Alesio Gutiérrez con buen número de guardias; (decir "capitán Alesio Gutiérrez" era decir "esbirro somocista"). El capitán Gutiérrez dirige el despliegue del ejército sobre la casa. Varios guardias llevan una gran caja de granadas hacia la parte de atrás, cerca de una tapia elevada que da al patio trasero.
Tres y veinticinco. Emprende la Guardia un ataque a la casa con infinidad de ráfagas de ametralladora. Los de adentro responden con fuego ligero y rápido. Este fuego cruzado se repite y se prolonga a discreción.
Cerca de las cuatro, se presenta la tanqueta con un contingente de soldados que traenarmas desplegadas. Emplazan la tanqueta frente al costado sur de la casa y empieza el cañoneo despertando pavor en la multitud que al primer estruendo se ha tirado al suelo. Dan orden de concentrar el fuego sobre las ventanas de la casa. Desde la Barbería Acapulco, detrás de la tanqueta, se desplazan bastantes guardias amparándose en los jeeps, y ya frente a la casa, ametrallan con furia las ventanas. Luego se oye un silencio impresionante, cortado por un tremendo estallido que hace temblar el barrio. Y otro. Y otro más. Y un cuarto estallido. Hay gente tendida que se cubre la cabeza o se protege los oídos. Todo el mundo está asustado.
Son las cuatro y treinta. Nuevo silencio. Débiles disparos desde la casa y responde la tanqueta con otro estallido. A las cuatro y treinta y cinco, cruza veloz un guardia frente a la casa y se oye un disparo de pistola. Responde la tanqueta con dos cañonazos seguidos. Desde la casa contestan con un solo disparo.
Cuatro y cuarenta minutos. A un disparo del interior de la casa, responde la Guardia con ametralladoras.
De pronto, un hombre de camisa blanca rompe las primeras filas del gentío y sale a gritar a los guardias que están disparando. Lo rodean. Discuten con él varios agentes. Lo cachean bruscamente y se lo llevan a empujones. (Ese hombre resultará ser el sacerdote Francisco Mejía, párroco en Larreynaga, uno de los barrios vecinos.) La avioneta no ha cesado de pasar y pasa vomitando fuego sobre la casa. Más alto, vuela un helicóptero. Dos bombazos más de la tanqueta.
Ya casi no responden desde la casa que luce ferozmente pasconeada sin un palmo sano de pared. Antes del combate se veía recién pintada "de color celeste". Ahora se oyen voces del interior de la casa. Están cantando. Cantan el himno nacional de Nicaragua. Las ráfagas de la Guardia apagan esas voces; disparos espaciados desde la casa cañonazos de la tanqueta.
Cerca de las cinco de la tarde hay un despliegue de guardias hacia lo que queda de la casa. El silencio acrecienta la tensión. Suenan disparos dentro y se hace un silencio total, hasta que sale un oficial de la Guardia, alza los brazos enarbolando su metralleta y grita: -¡Ya están todos muertos!
Lanzaron aullidos los trescientos guardias somocistas alrededor de la casa.
El silencio final había extremado la ansiedad. Nadie respiró en esos trágicos instantes. Olía a pólvora y a humo, y se oía el viento suave en los malinches.
Las crónicas de La Prensa traen detalles suficientes para seguir el desarrollo de los últimos hechos. En cuanto los guardias soltaron su alarido, el ambiente se relajó y los retenes se abrieron. Muchas personas corrieron hacia la casa y se amontonaron a pocos metros de la cerca metálica donde ya se pisaban los escombros esparcidos de las paredes rotas. Numerosos guardias impedían franquear la última distancia hasta la puerta por la que ellos entraban y salían, sudorosos y complacidos, como visitando un territorio recién conquistado, contemplando sus trofeos sin soltar las armas. Sacaron bultos, objetos, libros...
Cuando arrastraban hacia afuera los cadáveres envueltos en cobijas o frazadas, hubo curiosos en las primeras filas que deslizaron sus ojos entre las rendijas de la cortina de guardias y vieron detalles fugaces. El pelo alborotado y como mojado de una cabeza. Ropas empapadas.Dos zapatos con lodo bajo la cobija. Un brazo que colgaba desnudo... En la grava quedaban regueros de sangre.
Sacaron tres cadáveres. Tres personas había en la casa asediada. Sólo eran tres
muchachos. Antes de cargarlos en un jeepón militar, varios guardias contemplaron los tres cuerpos inertes en el suelo, ocultos a las miradas del pueblo. Allí alguien vio a un guardia dar patadas a los muertos y le oyó maldecir a las madres que los parieron.
Nadie conocía los nombres y la edad de los tres muertos cuando los sacaron y se
los llevaron en una caravana de vehículos militares. Luego la gente se dispersó. Permanecían grupos de curiosos, y quedaron unos guardias custodiando la casa. Atardecía. Pronto caería la noche sobre Managua. Con los últimos relumbres del poniente, llegarían bandadas de zanates oscuros a posarse en los árboles de las calles, inundando de gritos la ciudad.
A la hora de la siesta de aquel día de verano, cuando el sol calcinaba las cruces delcementerio vecino y hacía arder las calles, se podía ver a dos mujeres en la puerta de la vivienda de la señora viuda de Medina, una casa pintada de azul. Ambas reposaban fuera, a la sombra de un jardincillo rodeado de cerca metálica. Estaban sentadas, y una de ellas tenía en brazos una criatura.
Los cronistas precisan que eran las catorce horas veinte minutos, cuando llegaron a las inmediaciones de la casa dos vehículos con guardias armados y agentes de seguridad vestidos de civil. Cautelosamente, detuvieron los vehículos a cierta distancia de la casa y varios agentes caminaron hasta las mujeres. Ya se las llevaban de allí, cuando una de ellas lanzó un grito a los de la casa. Un agente entraba en la casa con el arma en la mano, se oyeron disparos, él retrocedió arrastrándose y se armó el tiroteo.
Un reportero de La Prensa cronometró todo el desarrollo del combate: Desde las dos treinta, llegan crecientes refuerzos de la Guardia. A los pocos minutos de iniciarse la balacera, aparece en el aire claro de enero una avioneta que ametralla la casa.
A las tres se persona en el lugar el capitán Alesio Gutiérrez con buen número de guardias; (decir "capitán Alesio Gutiérrez" era decir "esbirro somocista"). El capitán Gutiérrez dirige el despliegue del ejército sobre la casa. Varios guardias llevan una gran caja de granadas hacia la parte de atrás, cerca de una tapia elevada que da al patio trasero.
Tres y veinticinco. Emprende la Guardia un ataque a la casa con infinidad de ráfagas de ametralladora. Los de adentro responden con fuego ligero y rápido. Este fuego cruzado se repite y se prolonga a discreción.
Cerca de las cuatro, se presenta la tanqueta con un contingente de soldados que traenarmas desplegadas. Emplazan la tanqueta frente al costado sur de la casa y empieza el cañoneo despertando pavor en la multitud que al primer estruendo se ha tirado al suelo. Dan orden de concentrar el fuego sobre las ventanas de la casa. Desde la Barbería Acapulco, detrás de la tanqueta, se desplazan bastantes guardias amparándose en los jeeps, y ya frente a la casa, ametrallan con furia las ventanas. Luego se oye un silencio impresionante, cortado por un tremendo estallido que hace temblar el barrio. Y otro. Y otro más. Y un cuarto estallido. Hay gente tendida que se cubre la cabeza o se protege los oídos. Todo el mundo está asustado.
Son las cuatro y treinta. Nuevo silencio. Débiles disparos desde la casa y responde la tanqueta con otro estallido. A las cuatro y treinta y cinco, cruza veloz un guardia frente a la casa y se oye un disparo de pistola. Responde la tanqueta con dos cañonazos seguidos. Desde la casa contestan con un solo disparo.
Cuatro y cuarenta minutos. A un disparo del interior de la casa, responde la Guardia con ametralladoras.
De pronto, un hombre de camisa blanca rompe las primeras filas del gentío y sale a gritar a los guardias que están disparando. Lo rodean. Discuten con él varios agentes. Lo cachean bruscamente y se lo llevan a empujones. (Ese hombre resultará ser el sacerdote Francisco Mejía, párroco en Larreynaga, uno de los barrios vecinos.) La avioneta no ha cesado de pasar y pasa vomitando fuego sobre la casa. Más alto, vuela un helicóptero. Dos bombazos más de la tanqueta.
Ya casi no responden desde la casa que luce ferozmente pasconeada sin un palmo sano de pared. Antes del combate se veía recién pintada "de color celeste". Ahora se oyen voces del interior de la casa. Están cantando. Cantan el himno nacional de Nicaragua. Las ráfagas de la Guardia apagan esas voces; disparos espaciados desde la casa cañonazos de la tanqueta.
Cerca de las cinco de la tarde hay un despliegue de guardias hacia lo que queda de la casa. El silencio acrecienta la tensión. Suenan disparos dentro y se hace un silencio total, hasta que sale un oficial de la Guardia, alza los brazos enarbolando su metralleta y grita: -¡Ya están todos muertos!
Lanzaron aullidos los trescientos guardias somocistas alrededor de la casa.
El silencio final había extremado la ansiedad. Nadie respiró en esos trágicos instantes. Olía a pólvora y a humo, y se oía el viento suave en los malinches.
Las crónicas de La Prensa traen detalles suficientes para seguir el desarrollo de los últimos hechos. En cuanto los guardias soltaron su alarido, el ambiente se relajó y los retenes se abrieron. Muchas personas corrieron hacia la casa y se amontonaron a pocos metros de la cerca metálica donde ya se pisaban los escombros esparcidos de las paredes rotas. Numerosos guardias impedían franquear la última distancia hasta la puerta por la que ellos entraban y salían, sudorosos y complacidos, como visitando un territorio recién conquistado, contemplando sus trofeos sin soltar las armas. Sacaron bultos, objetos, libros...
Cuando arrastraban hacia afuera los cadáveres envueltos en cobijas o frazadas, hubo curiosos en las primeras filas que deslizaron sus ojos entre las rendijas de la cortina de guardias y vieron detalles fugaces. El pelo alborotado y como mojado de una cabeza. Ropas empapadas.Dos zapatos con lodo bajo la cobija. Un brazo que colgaba desnudo... En la grava quedaban regueros de sangre.
Sacaron tres cadáveres. Tres personas había en la casa asediada. Sólo eran tres
muchachos. Antes de cargarlos en un jeepón militar, varios guardias contemplaron los tres cuerpos inertes en el suelo, ocultos a las miradas del pueblo. Allí alguien vio a un guardia dar patadas a los muertos y le oyó maldecir a las madres que los parieron.
Nadie conocía los nombres y la edad de los tres muertos cuando los sacaron y se
los llevaron en una caravana de vehículos militares. Luego la gente se dispersó. Permanecían grupos de curiosos, y quedaron unos guardias custodiando la casa. Atardecía. Pronto caería la noche sobre Managua. Con los últimos relumbres del poniente, llegarían bandadas de zanates oscuros a posarse en los árboles de las calles, inundando de gritos la ciudad.
16 de Enero de 1970
Nos fuimos a Managua aquella mañana, el papá, la Angelita, su primo Bayardo, una compañera maestra y yo. En el viaje yo iba muy triste y afligida, con ganas de llorar, porque me parecía que no nos iban a entregar el cadáver de mi hijo. Eso le había sucedido a la mamá de Alesio Blandón; seis meses antes se lo mató la Guardia, ella reclamó el cadáver y no se lo dieron; le enseñaron un pedacito de tierra y le dijeron: ahí está enterrado. Eso no se me iba del pensamiento durante el viaje, pues es muy duro para una madre. Serían las tres de la tarde cuando entramos a la morgue, después de muchos trámites. Todo estaba muy custodiado por el ejército y nos dieron entrada solamente al chofer y a los padres de Leonel: mi marido y yo. Cuando ya sacaron la gaveta, nos dijo el doctor que lo identificáramos los dos. Y nos acercamos a verlo. Tenía un refilón por la frente, pero la cara tan limpia, que se le notaba un lunarcito que tenía. Muy sereno el rostro; los pies amoratados -seguramente de la pólvora- y los puños crispados como de firmeza. El balazo que más se le notaba era el del costado, que es lo que llamaban el tiro de gracia. Dicen que se lo dio un comandante Gutiérrez, Alesio Gutiérrez, que entró a la casa a rematarlos; y dicen que Leonel no había muerto aún, que agonizaba cuando le disparó el tiro de gracia. Yo temía que le hubieran desfigurado el rostro; pero, no, la cara de Leonel tenía toda su serenidad. -¿ Y cuál otro va a ser? -le respondí yo al doctor, que admirado porque no me veía llorar, me preguntó si yo era tía de él. Dios me daba fortaleza. -Murió por sus ideales -dije yo. Nada más. Vi que Leonel no tenía horror ni tristeza en su cara y mostraba firmeza en los puños. Supongo que él murió contento porque no se dejó, se defendieron. Él dijo que no se rendían y murieron cantando. Eso quiere decir que estaban contentos esperando la muerte. Leonel me había dicho alguna vez que la muerte no es nada menos que la vida. Ya la esperaba él, parece ser, y la muerte lo cogió muy natural. Aunque lo mataron, Leonel fue dueño de su muerte."
Fragmentos del Libro de Teofilo Cabestrero.
Nos fuimos a Managua aquella mañana, el papá, la Angelita, su primo Bayardo, una compañera maestra y yo. En el viaje yo iba muy triste y afligida, con ganas de llorar, porque me parecía que no nos iban a entregar el cadáver de mi hijo. Eso le había sucedido a la mamá de Alesio Blandón; seis meses antes se lo mató la Guardia, ella reclamó el cadáver y no se lo dieron; le enseñaron un pedacito de tierra y le dijeron: ahí está enterrado. Eso no se me iba del pensamiento durante el viaje, pues es muy duro para una madre. Serían las tres de la tarde cuando entramos a la morgue, después de muchos trámites. Todo estaba muy custodiado por el ejército y nos dieron entrada solamente al chofer y a los padres de Leonel: mi marido y yo. Cuando ya sacaron la gaveta, nos dijo el doctor que lo identificáramos los dos. Y nos acercamos a verlo. Tenía un refilón por la frente, pero la cara tan limpia, que se le notaba un lunarcito que tenía. Muy sereno el rostro; los pies amoratados -seguramente de la pólvora- y los puños crispados como de firmeza. El balazo que más se le notaba era el del costado, que es lo que llamaban el tiro de gracia. Dicen que se lo dio un comandante Gutiérrez, Alesio Gutiérrez, que entró a la casa a rematarlos; y dicen que Leonel no había muerto aún, que agonizaba cuando le disparó el tiro de gracia. Yo temía que le hubieran desfigurado el rostro; pero, no, la cara de Leonel tenía toda su serenidad. -¿ Y cuál otro va a ser? -le respondí yo al doctor, que admirado porque no me veía llorar, me preguntó si yo era tía de él. Dios me daba fortaleza. -Murió por sus ideales -dije yo. Nada más. Vi que Leonel no tenía horror ni tristeza en su cara y mostraba firmeza en los puños. Supongo que él murió contento porque no se dejó, se defendieron. Él dijo que no se rendían y murieron cantando. Eso quiere decir que estaban contentos esperando la muerte. Leonel me había dicho alguna vez que la muerte no es nada menos que la vida. Ya la esperaba él, parece ser, y la muerte lo cogió muy natural. Aunque lo mataron, Leonel fue dueño de su muerte."
Fragmentos del Libro de Teofilo Cabestrero.
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