El discurso pronunciado el jueves por Hosni Mubarak cayó como un balde de agua helada sobre los manifestantes reunidos en la Plaza Tahrir de El Cairo. Había cundido la ilusión de que el vetusto dictador anunciaría su retirada de la vida pública y que abriría las puertas para constituir un “comité de salvación nacional” para hacerse provisoriamente cargo del gobierno, convocar a una asamblea constituyente, establecer una nueva institucionalidad democrática, llamar a elecciones y formar, finalmente, un gobierno legítimo. En lugar de eso Mubarak ratificó su continuidad en el mando hasta las programadas elecciones de septiembre, aún transfiriendo algunas de sus prerrogativas a su vicepresidente Omar Suleimán y otras, no demasiado especificadas, al alto mando militar. De hecho, lo que hizo fue decir al pueblo movilizado desde hacía 17 días que todo había sido en vano. Lo suyo fue una postrera provocación, que en la mente de un argentino no podía sino recordar al absurdo discurso pronunciado por Fernando de la Rúa la noche del 19 de Diciembre del 2001. En ambos casos los mandatarios ya desahuciados pretendieron apagar el incendio arrojando gasolina sobre las llamas. Y así les fue. La formidable reacción que produjo el discurso de Mubarak desencadenó la “tormenta perfecta” tan temida por Hillary Clinton y el tirano egipcio tuvo que fugarse ignominiosamente de El Cairo para poder salvar su pellejo... y su colosal fortuna.
La renuncia de Mubarak significa no sólo su desaparición de la escena pública egipcia sino algo mucho más importante: el derrumbe de un régimen que poco después de la muerte de Nasser, en 1970, se había convertido en el gran gendarme regional de los Estados Unidos y en el paraguas protector de Israel, convalidando con su ascendiente sobre el mundo árabe el lento genocidio de la nación palestina. Tal como escribió uno de los ideólogos del imperio en el New York Times, Thomas Friedman, “Egipto ya nunca volverá a ser lo que fue.” Efectivamente: y ese es el dolor de cabeza que tienen hoy los administradores imperiales porque el delicado tablero geopolítico de Medio Oriente saltó por los aires. Era una mesa de tres patas: Irán, Egipto e Israel. La primera pata fue quebrada por la revolución islámica en 1979; con dos, su inestabilidad se hizo crónica. Removida la pata egipcia, el tablero de la región crucial del planeta en materia petrolera se desbarató irreparablemente. Estados Unidos, sostén financiero y político del régimen por cuarenta años demostró su impotencia cuando las masas egipcias se adueñaron de calles y plazas y tuvo que resignarse a ser un sorprendido espectador de la crisis, una lección de la cual los pueblos de todo el mundo deberían tomar nota.
Ahora, el tantas veces mentado “efecto dominó” dejó de ser una pesadilla de los imperialistas para convertirse en una realidad: no había pasado una hora de conocida la noticia de la renuncia de Mubarak cuando las masas copaban las calles de las principales ciudades de Medio Oriente, y de manera multitudinaria en Argelia, para celebrar la caída del régimen. Ya los tiranos de Jordania y Yemen se habían visto obligados a hacer algunas pequeñas, oportunistas y demagógicas concesiones y en la mismísima Arabia Saudí -donde los partidos políticos están expresamente prohibidos- anteayer se anunció públicamente la formación de uno que, para estupor universal, no fue inmediatamente disuelto y sus líderes encarcelados por el régimen. El rey Abdullah, gran amigo de EEUU y a quien, para delicia del complejo militar-industrial, le acaba de adquirir armamento por valor de 60.000 millones de dólares, está oportunamente poniendo sus barbas en remojo para evitar ser afeitado en seco por sus opositores.
En 18 heroicas jornadas de lucha el pueblo egipcio fue el gran protagonista de un acontecimiento que el viejo Hegel no hubiera dudado de caracterizar como de significación “histórica universal.” Puso una bisagra a la historia moderna del mundo árabe. No se conquistó todavía la democracia, cuyo logro requerirá enormes esfuerzos : una presencia constante en las calles, perfeccionar las estructuras organizativas y forjar una conciencia política, todo lo cual impediría que la victoria popular sea escamoteada por las fuerzas de la reacción, aún agazapadas entre las ruinas del régimen, o en los titubeos de un sector de la oposición que simplemente aspira a liberalizar módicamente al régimen político preservando el modelo neoliberal causante del holocausto social del Egipto contemporáneo. Se ganó una primera gran batalla, pero vendrán muchas más. Este Febrero del 2011 bien podría resultar la reedición de otro, acontecido en 1917, en Rusia, donde también se ganó una crucial batalla que ocho meses más tarde daría nacimiento a una revolución que, con sus logros y sus defectos, cambió el curso de la historia contemporánea. Es demasiado pronto para formular pronósticos de largo plazo. Pero, ¿quién podría ahora atreverse a descartar la posibilidad de que el mundo árabe también tenga su Octubre?
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