jueves, 17 de febrero de 2011

Egipto y las murallas de Jericó. Por Augusto Zamora R.






En 1989, EEUU pidió al anciano dictador paraguayo Alfredo Stroessner, de 77 años, que dimitiera, para dar paso a una democracia controlada que alejara del país cualquier fantasma tipo revolución sandinista. Tras la caída en cascada de las dictaduras sudamericanas a partir de 1982, Stroessner era un problema. Las fraudulentas elecciones de 1988 –que “ganó” con el 88,8% de los votos- habían generado una fuerte efervescencia. Tras décadas de represión, la oposición se reorganizaba en una singular ensalada, formada por sectores de su propio Partido Colorado, movimientos sociales y, sobre todo, la Iglesia Católica. Luego de 35 años como dictador absoluto, Stroessner rehusaba marcharse. Washington cortó por lo sano. El yerno del dictador y jefe del ejército paraguayo, el general Andrés Rodríguez, dio un golpe de Estado. Capturó a su suegro, lo puso en prisión y lo envío a un dulce exilio en Brasil. Golpe de Estado en Palacio para evitar que la movilización popular pudiera devenir en revuelta revolucionaria.

Una secuencia similar se pudo ver en Egipto. Mubarak fue reemplazado por el hombre de la CIA en El Cairo (que es más que yerno), quedando el ejército de árbitro de la situación. Golpe de Estado para desactivar la revuelta popular y que la gente se vaya, feliz y contenta, a casa, en la creencia de que alcanzó lo que quería. Los votos de fe en la democracia y de respeto a la voluntad popular esconden fines menos poéticos: desactivar la situación explosiva que estaba creando la testarudez de Mubarak y ganar tiempo para organizar el oficio "gatopardiano" de cambiar todo para que no cambie nada. Egipto es demasiado importante para dejar su destino en manos de masas revueltas.

Los meses venideros se centrarán en la búsqueda de formas que preserven los intereses sustantivos. Primero, que Egipto siga siendo el gran gendarme árabe de EEUU en Oriente Próximo y Medio (para eso su ejército recibe anualmente más de 3.000 millones de dólares de Washington y otros fondos extras de potencias occidentales). Segundo, que siga guardando las espaldas de Israel y se coordine con Israel para mantener asfixiada a Gaza y ahogada la causa palestina. Tercero, que continúe siendo el contrapeso musulmán al creciente poder e influencia de Irán en toda la región. Cuarto, que reorganice Egipto para que el país siga, “democráticamente”, bajo disciplina de Occidente. Garantizados esos cinco objetivos, Occidente –e Israel- volverán a su paz.

Egipto es, geoestratégicamente hablando, la pieza más esencial del mundo árabe. Limita con cuatro de los siete grandes actores del conflicto interminable de Oriente Próximo: Arabia Saudí, Palestina (Gaza), Jordania y, sobre todo, Israel. Por sus condiciones generales, es el único Estado árabe que rivaliza con Irán en dos ámbitos relevantes. Como país más poblado de la región (81 millones de habitantes), que supera a Irán (68 millones) y como potencia militar (ocupa el puesto 17 en la lista de países más poderosos militarmente, seguido de Irán, que ocupa el puesto 18). De los tres que restan, dos son Estados “enemigos” (Siria e Irán) y el otro, Turquía, demasiado autónomo.

Los equilibrios terminan allí. Aunque Egipto tiene mayor potencia de fuego es, a diferencia de Irán, un país dependiente de EEUU, que sustituyó a la extinta URSS como proveedor de armamento. El gasto militar egipcio es la mitad del iraní y su comercio exterior (32.000 millones) es 40% inferior al de Irán (71.000 millones). Con todo, sólo Egipto está en condiciones –relativas- de llenar el vacío dejado por el Iraq de Sadam, en su papel de “contenedor” de Irán. Sólo Egipto puede ser el “escudo árabe” de Israel.

De esa importancia geoestratégica hablan las cifras económicas. Según han indicado algunos congresistas estadounidenses, en los 30 años de dictadura de Mubarak EEUU entregó a Egipto más de 70.000 millones de dólares, buena parte en armamento. Otra, para alimentar la fidelidad de los cortesanos del derribado faraón. Con esa riada de millones se habrían pagado la paz con Israel, el libre uso del canal de Suez, el aislamiento y ruina de la causa palestina, la construcción de nuevas colonias judías, las dos guerras contra Iraq y las agresiones israelíes contra Líbano, Siria y Gaza. De guinda, petróleo egipcio para Israel. Razones de sobra que explican el rostro de piedra de israelíes y estadounidenses ante la inesperada rebelión del pueblo egipcio y las incertidumbres que esta rebelión ha generado.

No debe extrañar, por tanto, que Washington y Tel-Aviv hayan reclamado una señal tranquilizadora. Ésta llegó con la declaración del general Mohamed Tantaui, jefe del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas egipcias, de que Egipto respetará sus tratados internacionales, es decir, los tratados firmados con Israel, que los otros poco interesan, si acaso interesan algo.

Pese al gesto, no cabe esperar correspondencia entre la fidelidad del régimen dictatorial de Mubarak, comprada generosamente por EEUU, con el sentir general del pueblo egipcio hacia Israel y Palestina. Si el proceso democrático abierto en Egipto llega a buen puerto, difícilmente se repetirá la situación existente con Mubarak. Una mayoría sustantiva de egipcios es –al contrario que el ex dictador- pro palestina y adversaria de Israel. Eso se sabe y por eso la preocupación sobre los resultados de las anunciadas elecciones. Los seis meses dados por el gobierno militar para su celebración servirán para preparar el escenario. El gobierno y el Parlamento que surjan de tales elecciones –si son en verdad democráticas- determinarán un cambio en Egipto y la región. Dados los intereses en juego, no serán sólo egipcios los actores de ese juego. Pero pase lo que pase nada seguirá igual. La grieta abierta en Túnez se ha hecho terremoto en Egipto. Las trompetas de los pueblos liberados pueden hacer temblar las murallas occidentales de Jericó.

* Autor de Ensayo sobre el subdesarrollo: Latinoamérica, 200 años después



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