Por Benjamín Forcano
Nadie lo venía mencionando en la prensa, pero los electores de la Capilla Sixtina no parece lo hubieran olvidado. El cardenal Bergollo ya quedó como el segundo más votado en el Cónclave que eligió a Benedicto XVI. En el presente, los candidatos más nombrados no recibieron en las cuatro primeras votaciones la mayoría de votos, ni parecía haber voluntad para que en las próximas uno de ellos saliera votado. Todo da a entender que el abanico electoral cardenalicio se había abierto en días anteriores, y entre noticias, datos y diálogos se había tensado en direcciones diversas.
La cristiandad entera estaba pendiente, especialmente pendiente, tras la renuncia de Benedicto XVI y tras las noticias de grandes abusos, irregularidades y escándalos, que lo habrían abrumado y condicionado en su decisión. Nadie lo sabía, y nadie podía anticiparlo con certeza. Pero todos estábamos con los ojos puestos en el balcón pontificio, seguros de sernos conocido el nuevo Papa o poder darnos una sorpresa.
Me sorprendió, pero que mucho, la calma con que el ya proclamado Papa Francisco I se asomó al balcón: alto y reposado, con manos abajo y gestos parcos, palabra comedida, sin chispazos de emoción para el entusiasmo multitudinario, talante reflexivo y contenido, breve aparición y nula ostentación, como si Francisco I no acabará de asimilar lo ocurrido y prefiriera no aventurar nada, a pesar de tantas expectativas.
No sabía yo, y creo que les pasaba lo mismo a casi todos, lo que podía esconder aquel rostro y las cavilaciones de su interior. Pero, las noticias iban dando pinceladas de su vida: Jorge Mario Bergollo, argentino, ordenado sacerdote a los 23 años en 1969, jesuita, químico, profesor de teología, con cargos de dirección en la Compañía de Jesús, obispo y más tarde en 1998 arzobispo de Buenos Aires, y cardenal por Juan Pablo en el 2001. Una trayectoria muy variada, pero que para mí aparece atravesada, por tres trazos o dimensiones fundamentales: la de ser químico y teólogo (científico), latinoamericano y jesuita.
-Destacaría, en primer lugar, la de ser jesuita. Los religiosos sabemos lo que significa ingresar en una congregación religiosa, proseguir y consolidar la vocación, formarse, asumir tareas y responsabilidades, sustentadas en el Evangelio y en un entorno de fraternidad y disciplina comunitarias.
En el pose y talante primeros del Papa Francisco I, he visto este rasgo, que le ha marcado y será suyo mientras viva. Una garantía de que en él la improvisación o ligereza o, bajo otro aspecto, la debilidad o manejo no serán fácil. Como no serán fáciles las tentaciones extremas del dogmatismo o permisividad, ni las opciones de ciega sumisión o partidismo sectario. La solidez de su vida interior y el entrenamiento para saber escuchar y decidir sin presiones interesadas, le hacen acreedor a un sereno diálogo y a una tolerancia activa, pero también a una libertad personal guiada por bienes y motivaciones que sobrepasan su bienestar e interés individual.
Tengo la impresión de que ésta va a ser, quizás, la nota más saliente de este Papa, humilde, no ostentoso y dialogante, pero firme. Y a fe, que en ella contará mucho su independencia jesuítica, cincelada como es natural en el seguimiento de Jesús y en los valores de su Evangelio.
-La segunda a destacar sería la de ser latinoamericano. Se quiera o no, la Iglesia –y él lo ha vivido muy en directo- ha dado un vuelco de 90 grados con el Vaticano II, de eurocéntrica y monocultural ha pasado a ser mundocéntrica y multicultural, de una teología europea y metropolitana ha pasado a una cultura autóctona y periférica, la famosa teología de la liberación, que él ha conocido y visto crecer en su continente.
No viene él de instituciones que buscan el anuncio del Evangelio, pero haciéndolo pasar por la criba propia, para mejor y más asegurar el propio triunfo; ni viene de teologías o espiritualidades ahistóricas, abstractas e idealistas, que anuncian el Reino de Dios, sin optar por los más pobres ni comprometer con ellos la propia vida. La Compañía de Jesús tiene sus santos, reformadores, téologos, mártires, todos ellos por causa del Evangelio liberador. Vivir en el Tercer Mundo, con su gente, con el corazón puesto en la realidad de la pobreza y esclavitud, no es lo mismo que vivir en el Primer Mundo, en la abundancia, con la sirena permanente del confort y del consumo. No es lo mismo situarse y pensar desde el bando de los explotadores que el de los explotados.
-Y el tercer trazo sería el de la cultura, con todo lo que representa de autonomía propia, avance y aportación necesaria para el conocimiento y solución de los problemas y grandes causas del hombre moderno. En ese punto, también quedó superado el enfrentamiento entre la ética y la religión , las ciencias y la fe, las exigencias transformadoras del Evangelio y los procesos amorales de la sociopolítica.
El atraso de la Iglesia sobre este aspecto requiere ser superado mediante una colaboración hacia un proyecto de unidad epistemológica interdisciplinar, puesto que Ciencia y Fe, cada una desde su peculiar método pero en fecundo diálogo, pueden contribuir a un mayor progreso de la dignidad , derechos y libertad de las personas y de los pueblos.
Ciertamente, esto no es más que esbozo, de lo que deja vislumbrar una primera mirada de la figura blanca del Papa Francisco I. Ojalá que su fidelidad a la humanidad vivida desde el Nazareno, le haga avanzar libre y firme hacia reformas que a lo mejor otros han querido y no han podido.
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