Por Carlos Fonseca Terán.
Entre los países árabes, existe uno en el que la revolución llegó de verdad, pero hace cuarenta y dos años, lidereada por un joven oficial del Ejército: Muammar Gaddafi. Esa revolución, que puso fin a la monarquía heredada por el colonialismo con todo y bandera, garantizó por primera vez en Libia una distribución equitativa de la riqueza y prosperidad para sus habitantes. Fue la primera experiencia de democracia directa o de ejercicio directo del poder por los ciudadanos, y de propiedad social ejercida por los trabajadores.
Un enjambre de rebeliones populares pacíficas sacude hoy a los países árabes con gobiernos monárquicos unos, autoritarios otros, capitalistas todos. El imperialismo, primero sorprendido, no tardó en formular su estrategia al respecto: desestabilizar a toda costa, a los dos únicos países árabes donde existen regímenes sociales que no son de su agrado y que se oponen a la política exterior de las potencias occidentales: Libia y Siria; de modo que dicha desestabilización parezca parte de la coyuntura regional. Con un pequeño problema: al desgastarse la vía de la desestabilización pacífica por no haber en esos casos (a diferencia del resto) condiciones objetivas que la sustenten, los agentes del imperialismo acuden al montaje de las guerras civiles. No es casual que sea precisamente Libia el único país donde la crisis política se ha convertido en guerra civil, que Siria vaya por el mismo camino, y que solamente en estos dos países se haya presentado tal circunstancia.
Alguna vez, Argelia y Egipto estuvieron entre los países opuestos a los intereses imperialistas, pero ambos hace tiempo que dejaron atrás su orientación revolucionaria y en el caso del segundo, se convirtió en un fiel aliado del imperialismo norteamericano. La mejor prueba de esta diferencia entre los dos primeros países mencionados y estos dos últimos, es que de los cuatro, solamente Libia y Siria han sido siempre blanco de ataques políticos y militares de Estados Unidos e Israel. En el caso de Libia, había logrado temporalmente, con una audaz maniobra de gran escala en su política exterior, frenar la hostilidad imperial en su contra y romper su aislamiento internacional, razón por la cual mucha gente de izquierda se desconcertó, ubicando a Gaddafi como nuevo aliado de la reacción mundial, lo que sirvió para un posterior nuevo tipo de aislamiento del país norafricano, condición favorable para que el imperialismo lo atacara. Nadie ataca a sus amigos, a no ser que hayan dejado de serlo, como en el caso de Estados Unidos con los talibanes en Afganistán; pero quienes asocian a Gaddafi con la derecha a nivel mundial, lo acusan exactamente de lo contrario: de que pasó de ser enemigo, a ser amigo del imperialismo. Vaya amigo este, a quien las bombas imperialistas le han matado ya a dos hijos y tres nietos.
Quienes acusan a Gaddafi de haberse aliado con el imperialismo en los últimos diez años, se basan en que, en aras de que se levantara el bloqueo contra Libia (logrando su objetivo), indemnizó a las familias de las víctimas de actos terroristas atribuidos a Libia, pero sobre los que dicho país no reconoce vinculación alguna; desplegó una ofensiva diplomática con gobiernos de derecha que antes lo atacaban; concedió el 10% de las acciones empresariales para la explotación del petróleo libio a empresas transnacionales, razón por la cual los gobiernos de derecha europeos y Estados Unidos correspondieron a sus muestras de amistad. Pero ese porcentaje del petróleo libio está lejos de satisfacer las ambiciones de las transnacionales, como lo demuestra el ataque masivo de las potencias imperialistas en busca del otro 90%, que por cierto es estatal, debido al carácter socialista del régimen libio.
Gaddafi, ya en pleno despliegue de su política de apertura hacia Occidente, se encontraba al momento de comenzar la guerra de agresión contra su país, promoviendo la unidad de los pueblos de África, Asia y América Latina en defensa de sus intereses comunes y en consecuencia con ello, organizando un bloque de los países del Sur que enfrentara y contrarrestara la hegemonía de los actuales bloques de poder en el mundo, poniendo a disposición de ello cuantiosos recursos económicos. Extraño aliado se buscó el imperialismo.
Hay gente de izquierda que acusa a Gaddafi de ser un dictador. Es sorprendente que quienes critican a los partidos políticos, se opongan a que éstos sean suprimidos; que quienes cuestionan la democracia representativa, la consideren como única democracia posible al descalificar como tal cualquier otro modelo político.
La oposición armada en Libia levanta (literalmente) la bandera de la monarquía derrocada en 1969, tan odiosa como todas las del mundo árabe en la actualidad, y que como éstas tenía al pueblo sumido en la miseria mientras la realeza derrochaba los recursos del país; por lo demás, sus reivindicaciones son tan imprecisas como el origen de sus integrantes. Lo único que queda claro es su afinidad pro-occidental, al menos en el discurso y mientras dure la necesidad que tienen del apoyo que reciben de las grandes potencias capitalistas. Recuérdese que los talibanes y Al Qaeda, antes de ser los más peligrosos enemigos públicos así declarados por Occidente en su momento, eran los chicos buenos del imperialismo en la guerra de Afganistán para derrocar al régimen revolucionario que allí se había instaurado.
Debe reconocerse que en Libia, por la razón que sea, se ha dado un levantamiento popular masivo, aunque muy minoritario y territorialmente focalizado en el Este, sin duda vinculado con rivalidades tribales y regionales de vieja data. Sin embargo, el carácter popular y masivo de un levantamiento armado no lo hace revolucionario, ni hace que deje de ser revolucionario el régimen al que se opone. Por ejemplo, la contrarrevolución en la Nicaragua de los años ochenta fue un levantamiento armado campesino (promovido, organizado y financiado por Estados Unidos, pero levantamiento al fin; como en el caso de Libia); y no por eso la fuerza militar que combatía a la Revolución Sandinista era revolucionaria, ni dejaba de serlo el régimen existente en Nicaragua. De idéntica manera, los levantamientos masivos (en este caso pacíficos en su mayoría) que se dieron en los países socialistas de Europa del Este a finales de los años ochenta, no tenían nada de revolucionarios, pues lo que hicieron fue reinstaurar el capitalismo; por mucho que no pocos ilusos en las filas de la izquierda pronosticaran lo contrario. Esos sectores eran –vaya coincidencia– exactamente los mismos reformistas y de la ultraizquierda que ahora atribuyen carácter revolucionario a la oposición armada en Libia; supuestos adversarios irreconciliables entre sí, a los que sin embargo, siempre les ha unido su odio visceral a todas las revoluciones que ellos no han querido o no han podido hacer, y sus fantásticas revoluciones inexistentes.
Cuando un movimiento contrarrevolucionario adquiere carácter masivo, puede estar o no vinculado con errores cometidos en el proceso revolucionario, pero aún en el primer caso, eso no puede ser razón para no respaldar el proceso en su momento más difícil y menos aún, para apoyar a sus enemigos internos y externos, tal como está haciendo la izquierda reformista y la ultraizquierda en el caso de Libia, de forma no tan sorprendentemente coincidente, como ya se ha visto. No se puede estar contra la intervención imperialista en Libia y al mismo tiempo, respaldar a los que en la guerra civil de ese país están siendo apoyados por esa intervención que ellos mismos pidieron y celebran, a la vez que reclaman su intensificación. Estar contra la intervención es apoyar a quienes se están enfrentando a ella y a quienes les están cayendo las bombas de los interventores, no a quienes la apoyan desde adentro y que si se quejan de algo es porque consideran insuficientes los bombardeos.
Pero lo más interesante de esto es el apoyo que la oposición armada en Libia está recibiendo de esos mismos gobiernos árabes contra los cuales se están rebelando sus pueblos, los que están siendo masacrados por ellos sin que nadie se preocupe por crear zonas de exclusión aérea ni por bombardear a la población civil para defenderla de los supuestos bombardeos de otros; por la sencilla razón de que en esos países, el petróleo está en manos de las transnacionales, y los movimientos populares en rebeldía dejarán de ser los chicos buenos desde el momento –si es que llega– en que se atrevan a tocar esos intereses económicos. Evitar esto es una de las razones por las que Estados Unidos y la Unión Europea decidieron abandonar a sus aliados árabes en Túnez y Egipto a su suerte, ordenándoles que dejen el poder.
En Libia hay una guerra civil y por tanto, hay muertos, los cuales son presentados como civiles masacrados (tantos muertos, y ni una foto de un cadáver; es tan falso como las armas de destrucción masiva en Irak); mientras que en los países árabes gobernados por esos que por razones “humanitarias” apoyan la intervención en Libia, no hay guerra y sin embargo, hay muertos, lo cual es evidencia de que esos sí, han sido masacrados. Pero allí ya no hay nada que ir a saquear.
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