Ángeles Diez Rodríguez*.-Durante la guerra y ocupación de Irak del 2003, los Estados Unidos,
al conocerse las torturas y violaciones de sus soldados en Abu Ghraib,
emitieron un comunicado dirigido a la comunidad internacional en el que
decían que no consentirían que ninguno de sus soldados fuera juzgado por
crímenes de guerra. Ya en 2002 el gobierno estadounidense había
conseguido una resolución del Consejo de Seguridad de NNUU por la que se
eximía a las fuerzas estadounidenses de la jurisdicción de la Corte
Penal Internacional por crímenes de guerra, genocidio, o crímenes de
lesa humanidad cometidos en relación con operaciones de NNUU
establecidas o autorizadas. La impunidad no se garantizaba sólo a los
soldados estadounidenses sino también a los mercenarios y empresas
contratadas para la guerra, es decir, al sector privado. Dicha
resolución se prolongó al 2004. En realidad se trataba de hacer
explícito, por un lado, quién mandaba en el mundo y en los organismos
internacionales, una vez terminada la bipolaridad, y por otro,
evidenciar, una vez más, la prevalencia de la fuerza sobre el derecho.
Este tipo de
actuaciones, cuando se hacen públicas, generan indignación entre las
poblaciones y gobiernos que sufren las consecuencias de las acciones
bélicas estadounidenses y también cierto rechazo, aunque con la boca
pequeña, de los socios europeos. Sin embargo, las intervenciones
militares directas son la cara más visible de la injerencia en países
soberanos; los golpes de Estado, el derrocamiento de gobiernos y la
guerra encubierta son las prácticas más habituales del ejercicio del
dominio mundial.
Estas guerras
encubiertas no han necesitado de resoluciones ni acuerdos para proteger a
las fuerzas estadounidenses, porque los agentes que suelen llevarlas a
cabo, en general, son ciudadanos, empresas o militares de los propios
países a desestabilizar, financiados y alentados por las agencias
estadounidenses creadas al efecto, como la Agencia Central de Espionaje (CIA). Se atribuye a Franklin Henry Kissinger la expresión “Pinochet es un hijo de puta. Pero es nuestro hijo de puta”.
En las guerras
imperiales encubiertas, desde el inicio de la Guerra Fría, los oficiales
y la tropa que llevan la voz cantante son las corporaciones mediáticas
que gozan prácticamente de impunidad absoluta para operar, resguardadas
por la consigna de la “libertad de información” considerada a su vez una
extensión de la “libertad de expresión”. (1)
El espionaje,
el terror y la guerra psicológica tienen en los medios de comunicación
masivos y en los periodistas sus principales aliados, y en las
corporaciones mediáticas su Estado Mayor. Desde la II Guerra Mundial se
utilizan los métodos de guerra psicológica, que incluyen el uso de la
propaganda a través de los medios de comunicación, aunque ha sido con el
desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación y la
información (NTIC) cuando este tipo de operaciones ha adquirido mayor
importancia pues la potencialidad de este arma para destruir al gobierno
que se considera enemigo se ha multiplicado exponencialmente. La
definición técnica de la guerra psicológica es empleo planificado de la
propaganda y de la acción psicológica orientadas a direccionar
conductas, en la búsqueda de objetivos de control social, político o
militar, sin recurrir al uso de la armas, o en forma complementaria a su
uso; y su fin último es incidir en la población civil de los países
“enemigos” para que, una fracción del pueblo, erigida en totalidad y con
el consentimiento del resto, sea quien derroque al gobierno.
Se trata de un
hecho histórico reconocido ya en 1977 por Carl Berstein, ex redactor del
diario Washington Post y uno de los periodistas que denunció el
escándalo Watergate, quien afirmó entonces que en veinticinco años las
principales empresas de información habían colaborado de forma habitual
con la CIA. En 2009, Maxime Vivas señalaba que la CIA estaba infiltrada
en los medios de comunicación franceses y recogía las palabras de
William Colby, ex director de la CIA, diciendo: “La CIA controla a todos
los que son importantes en los principales medios de comunicación”, y
las de un agente de la CIA, “Podemos encontrar periodistas más baratos
que una buena prostituta, por doscientos dólares mensuales”.
Sin embargo,
las distintas agencias norteamericanas no sólo operan poniendo a su
servicio a periodistas, muchas veces basta con que empresas
norteamericanas se hagan con participación en los grupos empresariales a
los que pertenecen los medios. De esta forma se garantiza que las
líneas editoriales y las noticias no vayan en contra de los llamados
“intereses norteamericanos”. Otras, se colabora financiando y
distribuyendo la información adecuada a los medios locales a través de
las Agencias de Información. Es importante tener en cuenta que Estados
Unidos y la Unión Europea controlan el 90% de la información del planeta
y que de las 300 principales agencias de prensa, 144 tienen sede en
Estados Unidos, 80 en Europa
y 49 en Japón. Sin duda hay muy poco margen para una información veraz,
contrastada y no subordinada a las directrices imperiales. La Sociedad Interamericana de Prensa (SIP)
es uno de los principales organismos regionales en donde se trazan las
pautas a seguir por los medios privados en una estrategia conjunta de
desestabilización de gobiernos poco afines a Estados Unidos.
Hay que añadir
que en América Latina, las corporaciones mediáticas no sólo han sido
grupos económicos con los que acumular beneficios y desde donde servir a
los intereses neo-coloniales, sino que se convirtieron tempranamente en
sujetos y espacios desde donde las élites criollas hacen política. Con
el ascenso de los gobiernos progresistas, especialmente en Venezuela, Ecuador y Bolivia,
se convirtieron sin mayor esfuerzo en agentes golpistas y
desestabilizadores. Podemos decir que las agencias norteamericanas
dedicadas a la guerra encubierta no han necesitado grandes inversiones
de esfuerzos ni recursos en estos medios.
La actuación de
las corporaciones mediáticas locales e internacionales contra el
proceso venezolano es un caso paradigmático de guerra encubierta. Se
implicaron abiertamente en el golpe de estado contra el presidente H. Chávez
en el 2002, y desde entonces no han parado los bombardeos mediáticos
que se recrudecen especialmente en los periodos electorales. Con la
desaparición de la figura carismática de Chávez, el proceso venezolano
se hace más vulnerable, como ya apuntaba el informe de Inteligencia a la
Comisión del senado norteamericano (2012), y por tanto la campaña
desestabilizadora va in crescendo. Los intentos de golpe de estado
siguen siendo liderados por la oposición venezolana a través de los
medios de comunicación.
La forma de
actuar sigue pautas que se repiten y cuyos antecedentes podemos rastrear
sin ir muy atrás en el tiempo en el golpe de estado a Salvador Allende
en Chile. La forma en que actuaron los medios responde a parámetros
establecidos por los manuales de guerra encubierta. El primer paso es
preparar las condiciones para que la población acepte la inevitabilidad
de un golpe de Estado, se alimenta y crea la imagen de caos económico y
social, algo relativamente fácil al hacerse de forma coordinada con los
sectores económicos que, por ejemplo, acaparan alimentos básicos,
sabotean instalaciones eléctricas, etc. Se responsabiliza al gobierno de
todos estos desastres y se va preparando a la ciudadanía para los
“salvadores” que pondrán orden, la oposición y, en su defecto, las
fuerzas del orden (policías y militares) que entregarán el poder cuando
se restablezca la situación.
Los medios se
encargan de magnificar los desastres económicos, ilustrar y dar voz a
las víctimas de las políticas gubernamentales, alientan las
discrepancias entre los sujetos políticos, tratan de socavar la
confianza en los dirigentes, manipulan los símbolos nacionales y la
religión, exageran, simplifican, omiten informaciones, hacen
insinuaciones y fabrican noticias. En general, se trata de crear la
imagen del caos económico y social. La desinformación y la mentira se
combinan para incrementar la tensión y el miedo.
Los pueblos no
suelen apoyar golpes de estado pero sí suelen solidarizarse con
reivindicaciones aparentemente justas. Por eso, las reivindicaciones de
algunos sectores de estudiantes y trabajadores que se sienten afectados
por las políticas gubernamentales serán las privilegiadas por los
medios, nacionales e internacionales. En estos momentos podemos
encontrar titulares como el de El Nuevo Herald “Universitarios en
Venezuela reclaman autonomía y recursos”. También reivindicaciones
políticas que se consideran propias de la formalidad democrática como
por ejemplo el caso de las elecciones del 14 de abril en las que la
oposición se negó a reconocer el triunfo del candidato Nicolás Maduroy
utilizó la excusa del recuento total de los votos. Los medios acuñan
las razones para alimentar el descontento y dirigen la responsabilidad
hacia el gobierno. Al mismo tiempo, las medidas que trata de poner el
gobierno para paliar la situación, por ejemplo de desabastecimiento, son
presentadas como autoritarias. Así el diario El País titulaba “Maduro
ordena militarizar los super”.
La imagen de caos y crispación es evidente en casi todos los titulares de El País, buque insignia de la corporación mediática PRISA
(fuertemente participada por capital estadounidense), tales como “La
oposición venezolana denuncia ‘in extremis’ el fraude electoral”, “La
caza del dólar en Venezuela”, “Venezuela asoma como punto de salida
internacional de la cocaína”, “Chávez nos sentenció a la guerra”,
“Venezuela echa a tres diplomáticos de Estados Unidos acusados de
sabotaje”. Las élites venezolanas se sienten permanentemente amenazadas
por el proceso de transformación y reformas económicas que ha puesto en
marcha la revolución bolivariana, pero también Estados Unidos y sus
socios sienten desde hace 14 años esa amenaza pues ven cómo América
Latina, liderada por Venezuela, se escapa a sus planes neo-coloniales a
través de la integración regional, la defensa de la soberanía y la
independencia.
El golpe de
estado se ha convertido en una prioridad de la agenda política no solo
de la oposición venezolana sino de Estados Unidos y Europa. El golpe que
destituyó al presidente Manuel Zelaya en Honduras (2009), el frustrado
golpe en Ecuador (2010), el golpe encubierto al presidente Fernando Lugo
en Paraguay (2012), además de revertir los procesos transformadores de
estos países tienen como función rodear a Venezuela de gobiernos
hostiles, debilitar y frustrar los procesos de integración regional como
el ALBA o la CELAC. De ahí que las corporaciones mediáticas tanto locales como internacionales se empleen a fondo contra el proceso venezolano.
A pesar de que
históricamente ha sido posible demostrar la implicación de los medios de
comunicación en los golpes de estado, por ejemplo, El Mercurio y La
Tercera en Chile en 1973, o Rctv, Globovisión, Venevisión y Televen, en
el golpe de Estado del 11 de abril del 2002 en Venezuela, ninguno de los
responsables de estas empresas de comunicación está en la cárcel. La
libertad de expresión ha sido y sigue siendo la cobertura legal que
garantiza la impunidad de las corporaciones mediáticas en su servicio a
las guerras encubiertas; y el subterfugio para operar sin restricciones
contra gobiernos democráticamente elegidos.
(1) El
derecho a la libertad de información originalmente no se refiere a la
libertad de los medios de comunicación para informar o publicar noticias
sino al derecho de acceso a la información en manos de organismos
públicos que tiene que ser accesible a todos los ciudadanos. La libertad
de expresión es un derecho individual que utilizan los periodistas y
dueños de periódicos para protegerse cuando son acusados de
manipulación, falsedad, etc.
*Ángeles Diez es Doctora en CC. Políticas y Sociología. Profesora de la Universidad Complutense de Madrid.
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