El 14 de Abril de 1931 los pueblos de España y los poderes públicos se unieron como nunca antes lo habían hecho a un proyecto de ilusión común que el fascismo internacional y las democracias rompieron
Pedro L. Angosto
El 19 de septiembre de 1868, un grupo de militares dirigidos por el general Prim se sublevaron en Cádiz contra la monarquía de Isabel II. Ese mismo día dieron a conocer una proclama en la que, entre otras cosas, se decía: “Hollada la ley fundamental; convertida siempre antes en celada que en defensa del ciudadano; corrompido el sufragio por la amenaza de soborno; dependiente la seguridad individual, no del derecho propio, sino de la irresponsable voluntad de cualquiera de las autoridades; muerto el Municipio; pasto la Administración y la Hacienda de la inmoralidad y del agio; tiranizada la enseñanza; muda la prensa; y solo interrumpido el universal silencio por las frecuentes noticias de las nuevas fortunas improvisadas, del nuevo negocio, de la nueva real orden dada encaminada a defraudar al Tesoro público; de títulos de Castilla vilmente prodigados; del alto precio, en fin, al que logran su venta la deshonra y el vicio; tal es la España de hoy…”. Tras pedir al pueblo que se movilizara en defensa de la revolución, el manifiesto, terminaba con un grito que se convertiría en lema del republicanismo español durante décadas: ¡Viva España con honra! La revolución de Septiembre de 1868, que pudo habernos colocado entonces entre los países más democráticos del mundo, fracasó con la destrucción de la Primera República a manos de algunos de los generales que habían participado en la Gloriosa. Después, la Restauración monárquico volvió a sumir a España en el pasado haciendo de nuevo burla y escarnio del sufragio universal, de la justicia y de la libertad.
La monarquía de Alfonso XIII se suicidó el 13 de septiembre de 1923 al auspiciar, de la mano de la oligarquía catalana, el golpe de Estado de Primo de Rivera, un golpe que creían serviría para detener las demandas obreras pero sobre todo para paralizar el proceso que se había abierto en las Cortes, gracias al Expediente Picasso, para depurar las responsabilidades por los desastres de la guerra de Marruecos que afectaban directamente al rey. “España con honra” fue de nuevo el grito de los republicanos españoles exiliados, un grito que se plasmó en el semanario que con ese nombre fundaron en París Carlos Esplá y Eduardo Ortega y Gasset, y en el que escribieron Miguel de Unamuno, Blasco Ibáñez, el Dr. Luna, Marcelino Domingo, Francisco Madrid, Braulio Solsona y otras muchas personalidades que contribuirían de modo decisivo a la proclamación de la Segunda República. El grito era el mismo y tenía los mismos objetivos, acabar con la dictadura y la corrupción, con el agio, con los privilegios, los aranceles que favorecían a determinadas regiones a costa del hambre de otras, reconocer la personalidad de los territorios históricos de España, acabar con el analfabetismo y preparar al país para que, en pocos años, estuviese entre los más desarrollados política, social, económica y culturalmente de Europa.
Así, sin violencia alguna, llegó II República un 14 de abril de 1931, en medio del entusiasmo generalizado de la gran mayoría del pueblo y del odio indisimulado de los militares que habían protagonizado el Desastre de Annual, de los políticos monárquicos que habían hecho de la cosa pública un negocio particular rentabilísimo, de la Iglesia católica que había ayudado a mantener el orden y la miseria durante siglos y de la burguesía industrial, comercial y financiera que, traicionándose a sí misma, haría todo lo posible para que aquel régimen, esencialmente burgués, fracasara.
Hoy, ochenta años después del nacimiento de aquel régimen de esperanza, muchas cosas se han conseguido, se diga lo que se diga, en cuanto a la organización del territorio y al reconocimiento de las nacionalidades históricas, aunque la sentencia del Tribunal Constitucional contra el Estatuto de Catalunya haya supuesto un paso atrás que habrá de ser rectificado de forma contundente y pronta. Tenemos divorcio, aborto, subsidios, un sistema sanitario ejemplar pero que peligra, un ejército que no se involucra en la cosa pública, derechos de reunión y manifestación, sufragio universal y una serie de leyes que amparan los derechos democráticos de los ciudadanos. Sin embargo, el sistema hace años que renquea porque muchos de los vicios denunciados en aquel primer manifiesto de 1868 y que pretendió eliminar para siempre la Segunda República, han vuelto a enquistarse entre nosotros: Unos partidos y unos medios de comunicación de masas que no se corresponden con el abanico ideológico del país, un caciquismo y una corrupción creciente en las Administraciones autonómicas y locales, una ley electoral que no recoge el sentido estricto del voto popular, un sistema educativo cada vez más confesional y clasista, una oligarquía que cada día es más rica y particularista y una clase trabajadora cada vez más pobre y precaria, unos poderes públicos empeñados en que lo público no esté al servicio del pueblo sino al servicio de intereses privados, una iglesia católica que recibe más de un billón de pesetas del Erario sin que sus seguidores demuestren la vergüenza y la honradez de mantenerla de su bolsillo ni el Estado les obligue a ello, un sistema fiscal injusto, un enriquecimiento fácil y delictivo que no es penado por los jueces que, a su vez sí castigan al Magistrado Garzón por descubrir una trama corrupta e intentar esclarecer los crímenes del franquismo y, cómo no, una parte del poder que es tal por ser hijo de la dictadura y por defenderla.
La historia no se repite y apenas se parece, en España se vive hoy mucho mejor que hace treinta, cuarenta y cincuenta años, pero ante la degradación de la democrática que se percibe actualmente en España y Europa, siempre es un consuelo recordar aquel 14 de abril de 1931 en que pacíficamente la política y los pueblos de España se dieron la mano para construir un mañana mejor basado en la educación laica, la justicia social, la libertad y el respeto a la diferencia, por lo que, pensamos, no vendría mal recordar algunos artículos de aquella “malvada” Constitución burguesa para ejemplo de los “buenos” burgueses de hoy.
Artículo 44. Toda la riqueza del país, sea quien fuere su dueño, está subordinada a los intereses de la economía nacional y afecta al sostenimiento de las cargas públicas, con arreglo a la Constitución y a las leyes. La propiedad de toda clase de bienes podrá ser objeto de expropiación forzosa por causa de utilidad social mediante adecuada indemnización, a menos que disponga otra cosa una ley aprobada por los votos de la mayoría absoluta de las Cortes. Con los mismos requisitos la propiedad podrá ser socializada.
Los servicios públicos y las explotaciones que afecten al interés común pueden ser nacionalizados en los casos en que la necesidad social así lo exija. El Estado podrá intervenir por ley la explotación y coordinación de industrias y empresas cuando así lo exigieran la racionalización de la producción y los intereses de la economía nacional.
En ningún caso se impondrá la pena de confiscación de bienes.
Artículo 46. El trabajo, en sus diversas formas, es una obligación social, y gozará de la protección de las leyes. La República asegurará a todo trabajador las condiciones necesarias de una existencia digna. Su legislación social regulará: los casos de seguro de enfermedad, accidentes, paro forzoso, vejez, invalidez y muerte; el trabajo de las mujeres y de los jóvenes y especialmente la protección a la maternidad; la jornada de trabajo y el salario mínimo y familiar; las vacaciones anuales remuneradas: las condiciones del obrero español en el extranjero; las instituciones de cooperación, la relación económico-jurídica de los factores que integran la producción; la participación de los obreros en la dirección, la administración y los beneficios de las empresas, y todo cuanto afecte a la defensa de los trabajadores.
Artículo 48. El servicio de la cultura es atribución esencial del Estado, y lo prestará mediante instituciones educativas enlazadas por el sistema de la escuela unificada.
La enseñanza primaria será gratuita y obligatoria. Los maestros, profesores y catedráticos de la enseñanza oficial son funcionarios públicos. La libertad de cátedra queda reconocida y garantizada. La República legislará en el sentido de facilitar a los españoles económicamente necesitados el acceso a todos los grados de enseñanza, a fin de que no se halle condicionado más que por la aptitud y la vocación.
La enseñanza será laica, hará del trabajo el eje de su actividad metodológica y se inspirará en ideales de solidaridad humana.
Se reconoce a las Iglesias el derecho, sujeto a inspección del Estado, de enseñar sus respectivas doctrinas en sus propios establecimientos.
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