viernes, 31 de julio de 2015

El gran viaje de Ken Kesey y los Alegres Bromistas: emergencia de un nuevo sujeto de conocimiento. Por Tamer Sarkis

El espíritu de la Ilustración, portador de una nueva sensibilidad en la comprensión del “Ser Humano” que rompía profundamente con el pesimismo característicamente cristiano-calvinista, encontró en las exploraciones de ultramar una ocasión y una especie de metodología para “probar científicamente” esa ruptura que desarrollaba en sus obras filosóficas. El “Hombre” emergía como un ser perfectible; alguien capaz de vivir cada vez mejor –sin límite en este logro- cuando actuaba libremente y se daba un gobierno encargado de protegerle a él, y no de protegerse él del individuo. La oportunidad de los viajes fue una oportunidad de dotar a estos postulados de la coherencia experimental que reclamaban:
Nuevas tierras para volver a empezar y realizar la utopía (un romanticismo en torno a los pioneros).
Nuevos seres no corruptos de quienes aprender algunos rasgos de la inocencia perdida. Esa bondad recuperada debía dar extraordinarios frutos en alianza a la Razón, el conocimiento y la educación de los hombres civilizados.
Quizás la utopía estuviera ya siendo practicada en algún lugar del mundo.
En definitiva, el Otro fue pensado como demostración o, al menos, como realidad estimulante del nuevo proyecto de realización de los principios que debían regir la vida social. La Naturaleza Humana era pensada una, pero a la vez múltiple en sus dimensiones, algunas de las cuales desconocíamos o habíamos olvidado. El Otro nos las iba a des-cubrir.
Dos siglos después, Ken Kesey (autor de obras como A veces un gran impulso o Alguien voló sobre el nido del cuco) prepara un viaje en autobús. En él, cruzará los Estados Unidos de una costa a otra junto a un grupo de jóvenes que se hacen llamar los Alegres Bromistas. De sus peripecias habla una crónica de viaje escrita por Tom Wolf: Ponche de Acido Lisérgico. Aunque buscan subvertir la identidad, como de algún modo lo hacían algunos de entre quienes promovieron los viajes del XVIII, no van al encuentro con una alteridad que les sirva de orientación. El medio para ello es una nueva práctica de nomadismo: inmersos y al tiempo creadores de situaciones por fuerza cambiantes, nada queda de un escenario sedentario que pudiera cosificarles a fuerza de la repetición de los días. El viaje es una puesta en juego, una manifestación, y por ello debe ser también un ejercicio de auto-conocimiento revelador de potencialidades ocultas. Por eso tiene lugar, cruzado con el viaje en el espacio exterior, un viaje en el espacio interior con ayuda de vehículos entre los que destaca el LSD. Los Bromistas son pioneros en el descubrimiento de aquello que pueden: de las potencias que evidencian su propia indeterminación y por tanto la de un medio social que puede ser el suyo.
Ello no implica el arrepentimiento y el desprecio de sus disposiciones de carácter cuando resultan incómodos, sino una transmutación del valor de cada personalidad en un nuevo medio de vida: una de las dos grandes pautas orientativas del viaje es aquella que invita a que cada uno de los viajeros se comporte como tiende a hacerlo sin ser reprimido o reprendido por los demás (aunque ello no significa la represión de las consecuencias de actitud en el entorno que originarán algunos de estos comportamientos).
La otra gran pauta orientativa consiste en tomarse las reacciones adversas con que se van a encontrar, en tanto que juegos que pueden quebrantar no creyendo que deban gobernarles si los desatienden y saben cómo cortarles la credulidad y el acatamiento del que estos juegos –o “Película”, como decía Kesey- se nutren. Esto comporta el empleo de métodos como los experimentos de ruptura, restringidos por la fenomenología sociológica a un ámbito inofensivamente académico y convertidos ahora en un arma de desorden.
El viaje de los Bromistas fue la primera expresión de una fuerza que cristalizó pocos años después en un movimiento amplísimo –e intergeneracional- que por momentos pareció conquistar un punto de no retorno en la cultura: me refiero a lo que fueron los hippies (dejo a un lado la culminación de la praxis situacionista en la revolución de 1968, pues es un proceso de naturaleza distinta). Esa primera expresión, en el transcurso de su práctica, concretó esa fuerza en unos rasgos que fueron después reproducidos, cultivados y desarrollados:
Una crítica de la técnica. Una crítica de la urbe. Una revalorización de la ociosidad y de la estética. Una re-ordenación de la jerarquía de valores (replanteamiento del sentido de la vida) que permitió devolverle a la subjetividad aquellas dimensiones de la realidad inmediata que su condicionamiento descarta y por tanto no llegan a formar parte de la vivencia. Una descolonización de la experiencia (una práctica de liberar la vivencia sensible concreta de las ideas abstractas que la determinan). Un cuestionamiento teórico y práctico de la supuesta confrontación esencial individuo-colectividad. La insumisión al futuro como principio rector de un plan de vida que satelizaba el presente, etc. Ahora, el espectáculo ha convertido muchas de las características de lo que fue esa práctica real, en ideal normativo para la ensoñación de sociedades vencidas, principalmente mediante su exposición publicitaria para el fomento del consumo mercantil.
Algunos exploradores del siglo XVIII avistaron el Otro y en él encontraron lo que buscaban: la “Naturaleza Humana” no estaba cerrada, no era irreversible, era múltiple y contradictoria, podía cultivarse la alteridad en uno mismo una vez reconocida –pues el “Ser Humano” era uno. Los Bromistas no viajaron con el ánimo de demostrar nada, pero mostraron a través de sí mismos otro sujeto de conocimiento para la creación de otras relaciones sociales. Este sujeto de conocimiento –anunciado, manifestado, realizado-, así como su actividad y las vías de su descubrimiento, constituyó una realidad que permitió la creación de valores cuya afirmación es hoy tan intuitivamente ansiada como banalizada, temida y rechazada.
Tamer Sarkis Fernández,

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