Contra el tópico de propaganda instalado en la cultura sedicente "occidental", lo cierto es que el monoteísmo no se inicia ni muchísimo menos con los grupos humanos hebreos, cuyo yahvitismo primigenio derivado de la Unidad (El, IL) contradictoria entre Yahvé (lluvia), o JHV en el registro escrito moabita consonántico, y Moloch (deidad cananea pre-existente: descomposición, sequedad) fue un rostro más de otros varios. Pues bajo diversos rostros había llegado a manifestarse con el tiempo la ancestral ideología/creencia agrícola relativa a la dualidad unitaria (Il, Ili, El, Uel, Ueli, Elu, En, An, Anu, Enlel, Enlil, Elah, Il.lah, Al-Aaali, Al-Il.lah...) entre Hadad (Principio de vida) y Mot (Principio de muerte).
Esta ideología teológica, que hubo surgido en el mundo agrario como reflejo del cambio productivo neolítico, fue, en su albor, sirio-levantina (Orontes, Barada, Jordán), luego mesopotámica y en fin peninsular extensa.
Esbozándola con suma brevedad, podemos decir que las comunidades agrícolas del Creciente Fértil neolítico (o Media Luna fértil), pensaron Dios como el agente causante de vida; como materializador y afirmador de las condiciones físicas-elementales permisivas para la vida, y de ella misma. Quienes han tomado contacto investigador con esta cosmología a través de sus huellas materiales y escritas, respiran en ella un elemento ideológico de Agencia (Dios productor) y a la vez un elemento de Inmanencia (identidad de Dios “en” la producción).
En otras palabras, la vida -como conjunto de lo vivo y como las propias fuentes engendradoras de lo vivo-, deriva del Agente. Y sin embargo “reside” ya contenida en el Agente, quien creando manifestaciones (sol, calor, vendavales...) en el fondo está dándose forma a sí mismo.
Esto significa que, en esta idea, la sustancia existente EN la entidad creadora ES la sustancia de la creación, de lo creado. De modo que no se incurría en la separación metafísica (tan familiar para nosotros) entre Cosa y Apariencia fenoménica, haciéndose, por el contrario, percepción (sensible) directa de Dios-sol, Dios-oscuridad, Dios-helada, etc. Se comprenderá que este “polimorfismo” no tiene absolutamente nada que ver con politeísmo.
Pero resulta que Hadad, la vida, en demasía, mata. El sol, fuente de vida, le es indispensable a las cosechas. Pero éste, en su exceso, seca la tierra. Lo mismo el agua, cuyo exceso inunda, ahoga los campos, arranca torrencialmente las raíces y se lleva por delante siembras enteras. La tierra que “bebe” agua en demasía y la contiene, apenas si da especies cultivables, pues pudre la planta y hasta la semilla.
El literal -material- desbordamiento de vida, en su destructor rebosar, fue visto por el campesino irrigador neolítico como el reflejo, o la manifestación, la aparición (phenomenon), de una des-proporción de fuerzas afirmativas. Es decir, fue percibido como el reflejo de otro desbordamiento, supra-físico éste, habiéndose por lo demás hallado alusiones escritas a esta “hipertrofia” vital (el Hadad puede ser terrible, aniquilatorio, escribían los sumerios. Puede ser sol, puede ser trueno).
De ello se deducía, que El, Il, Elah, En, Anu... (“aquello que es altura”, “que actúa desde lo alto”, “que tiene superioridad”, “elevación”, “supremacía”..., donde la acepción “posicional o ubicativa” de entrada, se proyecta hacia una acepción de “Potencia”, de “Grandeza”...) comprendía -y él mismo era- sus corrientes “contra-vitales” de limitación (vitales al fin y al cabo, pues actúan como balanza para triunfo consecuente de la vida).
Es decir: se deducía que el Principio Celeste de causación debía de contenerlo todo -debía de ser todo-, tanto los elementos expansivos como una esfera de contención, de regulación, de desgaste, contraria a la fuerza expansiva: sequía, agotamiento, fenecimiento, consumición.
No se piense, por otra parte, que esta “unidad de contrarios” se componía de polos en paz y reposada armonía. La armonía era, por contra, el resultado de un guerrear incesante que, eso sí, jamás culminaba en victoria y derrota absolutas. El más fuerte, el victorioso en líneas generales entre los litigantes, era por supuesto el Hadad, que domina sobre Mot, y esta jerarquía “normal” permite la continuidad de la vida y de los ciclos. Por ejemplo, en la “versión” cananea, Baal está siempre batallando contra Mot, y somete a la muerte. Y, sin embargo, Baal no llega nunca a imperar hasta el punto de anular la muerte (punto que habría significado el desbocamiento vital; la des-sujeción de la vida portando la muerte a su paso exultante).
Fíjese el lector en la imagen “paradójica” de que el Hadad completamente elidido de Mot y libre de ella, es decir, “ingobernado” -como en un momento dado la vida arrolladora y abrasiva que correspondiera a un sol resplandeciente y demasiado intenso durante un verano inacabable-, resulta ser Mot a fin de cuentas. Es decir: deviene su contrario.
Pero fíjese también el lector en que, en ese monoteísmo agropecuario primitivo que me ocupa, no hay lugar para la identificación, con un antagonista de Dios -síntesis del Mal y “el Enemigo” por antonomasia-, ni por parte del Hadad turbulento arruinador ni por parte de Mot. Ambas dimensiones, por muy malas, perjudiciales y sentidas que puedan ser para una comunidad, una ciudad, una región o Estados enteros, pertenecen a Dios. Son fácticamente malas, e incluso insufribles y mortales. E indisociablemente son Bien en esencia al hallarse funcionando dentro de una rueda lógica productiva-reproductiva.
No hay, pues, “Diablo” en cuya obra puedan contarse el relámpago que toca a los animales mientras beben del río o la corrosión que deja yermo un terreno. Hechos como estos últimos son vistos a la manera de “Acciones” de la vida natural, malas (para la vida humana), al mismo tiempo que la vida natural es en sí “Gracia” -condición de posibilidad- de la vida humana, que se auto-percibe dependiente de la misma. Aquí, la piedra angular para lo que puede llamarse la fermentación de una Moral, es, por tanto, la siguiente: hay “el Bien” y, en su seno, hay “lo bueno” y “lo malo”, pero no hay “el Mal”.
O al menos no lo hay en el espacio-tiempo real, presente. Si lo hubo, se le identifica con un Caos pre-vital mostrui-forme, caracterizable por su absoluta improductividad por sí mismo,y al que Dios tuvo que poner violento fin para poner inicio a la vida mediante el acto de introducir la fuerza propia capaz de productivizar la Potencia que hasta ese momento reposaba inerte y “quieta” como Cualidad del elemento substancial caótico.
Por tanto, así como “el Bien” es aquello que produce, que engendra, que revela su substancia traduciéndola y haciéndose “aparecer” a sí mismo -”el Bien” como aquello cuya Voluntad es Realidad-, entonces “el Mal” -Categoría pretérita e inexistente por derrotada a la fuerza- fue la mismidad, la ausencia de movimiento material, la radical improductividad. Ahondaré en esto más adelante.
Los griegos no harían más que heredar aquella cosmovisión por ejemplo cananea de “equilibrio conflictivo y a través del conflicto”, re-formulándola en lo que es la concepción helénica de la vida por antonomasia, esto es, la vida entendida como Tragedia. O, dicho de otra manera, entendida como Lo Irresoluble; como tensión sin Punto Final entre 1: voluntad informe de afirmación y 2: “la arquitectura” que la propia vida se da a sí misma, sirviéndole de herramienta formativa.
Esta meta-ideología sería materializada en la historia del arte griego como nacimiento de la Tragedia, variante operística y dramatúrgica que ni es drama ni es comedia. Variante que aparece consagrada a Dionisos, deidad originaria de Nicea (teos-Nisos) y que sintetiza la ebriedad de la vida arrastrando al sujeto al extremo de la puesta en suspensión del Yo y hasta la fusión de la auto-conciencia con un torrente vital que al fin deja de pertenecer a “exterioridad” (ideal y experiencia que la Antropología llama “auto-objetivación”).
Para ilustrar hasta dónde llega la imprenta de ese modo helénico de auto-conciencia, baste recordar que, en lengua griega clásica, “tragedia” y “vida” son flexiones del mismo significante, mientras que los significantes castellanos “vid” y “vino” (conocidos atributos dionisíacos) manifiestan con “vida” un parentesco conceptual y epistémico más que patente.
Volviendo al pensamiento dialéctico “espontáneo” entre semitas, esa fuerza “negativa” (Mot) de ordenamiento, es decir, de productivización de las fuerzas impidiendo su manifestación desorganizada y des-proporcionada (paradójicamente estéril), es vista en el cielo por los primigenios medio-orientales y es vista actuar sobre los campos.
Pero es una fuerza también trasplantada a la tierra como virtuosidad de procurar atención a lo bueno, bondadoso y generoso, inter-actuando socialmente con ello y dándole un “sentido” y un “corte”. No en vano, el campesino canaliza el agua hacia el cultivo, cierra su paso, la dosifica.., tapa la tierra del sol por medio de la disposición de árboles y plantas..., saca tierra sobrante de entre los sedimentos aluviales y barra con diques el caudal exuberante por las lluvias.., poda las plantas y arranca raíces..., canaliza la vida selectivamente a los tallos que deja, concentrándola así por extirpación de otros tallos..., selecciona y domestica especies silvestres y animales... Hay, así, un trasplantamiento, una comunión humana con esa fuerza, e incluso un adueñamiento incipiente de sus avatares y vaivenes, que es trasplantamiento material y, correlativamente, va siendo moral.
Más adelante, y en este mismo sentido, la Virtuosidad “en sentido puro” irá siendo encarnada por aquel “vértice” humano capaz de orquestar la movilización de ingentes Fuerzas Productivas sociales hacia la doma y la potenciación de la ecología natural. Sirvan de paradigma ilustrativo las estelas halladas de mención a emperadores, y la cadena de epítetos asignados, siempre alusivos a funciones constructivas ingenieriles, urbanísticas e hidráulicas, propias o de sus ascendentes (“El que trajo el agua”, “el que separó a los aluviones de entrar en nuestros pueblos”, “el que puso a los animales a salvo”, etc.). Varios milenios después, los Grandes Hombres (al menos en términos etnológicos) tribales de las “asiira” beduinas peninsulares gustarían auto-presentarse con enunciados como “Yo soy un río para mi pueblo”.
Al respecto, acotar que la palabra troncal semita (luego lingüística árabe) para “cultura”, y extensivamente para “civilización”, “civilización urbana”, “orden urbano”..., es “hadara”. Milenios después, en su obra medieval sociológica Al-Muqqadima, el gran Ibn Jaldún, filósofo social tunecino, distingue entre el umran badawi, u “orden rural” y el umran hadari, u “orden urbano”.
Esta voz “hadara” deriva de “hadar” (“lo urbano”, “relativo a lo urbano”). Y “hadar” deriva, a su vez, de “Hadad”. Pues la agricultura y el dominio sobre “condiciones de germinación y de fertilidad” que la acompaña a ésta, irán traduciéndose en división del trabajo social, en cooperación organizada, en especialización de oficio, en la invención y aplicación de nuevas Fuerzas Productivas, en desarrollo de conocimientos, en el desarrollo y extensificación del intercambio mercantil, en separación de habitats y relación productiva-económica campo-ciudad, en especialización administrativa y de planificación de obras, en contabilidad y nacimiento de la escritura, en desarrollo del imaginario religioso, de sus representaciones y materializaciones..., etc.
La agricultura porta, pues, cultura en un sentido fuerte. Y así se refleja en la forma de nombrar que profesaban los semitas ancestrales, donde, la “substancia” manifestada en agricultura, se manifiesta en cultura y en civilización (estructura material compleja en que se articula la existencia y discurre la Reproducción Social).
Hadara era, así pues, el Hadad concretándose como formas, instituciones y relaciones de vida social (principalmente contextualizadas en hadar, “asentamiento urbano”), y concretándose también como riqueza (socialidad) de representaciones y producciones ideológicas.
“Paralelamente”, de Ur relataba la mitología sumeria que era la ciudad terrenal más antigua. Pero es que el vocablo sumerio (y luego acadio) “Ur”, que significa ni más ni menos “ciudad” (el concepto en tanto que tal), remonta su carga significativa a “agua”, recibiendo esta connotación a partir del tronco matricial indo-europeo (recordemos que el sumerio no es un idioma semita), cuya huella se ve impresa por ejemplo en “Urales” (altas cumbres, luego cimas nevadas, llenas de agua) y en “uro” (uno de los primeros animales objeto de domesticación, cuyas manadas todavía salvajes se habían ido concentrando junto a las grandes riberas ricas en pasturas).
Parece, entonces, que esa episteme sumeria ve el agua en el fondo de la complejización social y de la reseñada “Hadara” (cultura, civilización, vida urbana...), y en consonancia nombra y pronuncia, probablemente partiendo desde una asociación categórica puramente material (el agua es la condición permisiva y a la vez el sentido objetivo para la emergencia -para la producción- del espacio físico de “Hadara”).
Engárcese esta episteme sumeria con el caso cananeo: para los cananeos, el agua era la Physis (el Principio de determinación que se auto-determina concretándose como Todo y al mismo tiempo en cada cosa). Hay Registro escrito tardío de esta cosmovisión en la premisa filosófica: “Al principio, era el caos acuoso”. Este pueblo semita llamaba “EA” a este acuífero principio fluido -y a la vez estático en su mismidad- con capacidad de auto-conformación y de un modo u otro omnipresente. Así pues: caótico “torrente primigenio de agua” (textualmente en los registros cananeos), que en sí mismo puede fundar vida, pero, sin embargo, NO por sí mismo. Para ello se precisó que Dios diera muerte a la serpiente marina (sea Kur el dragón muerto por Enki, o Tiamat, o Leviatán, en la cosmo-génesis respectivamente sumeria, acadio-sumeria -y luego babilonia- o cananea), poniendo así violento fin a dicho estado de mismidad acuífera.
Tales, el cananeo, difundiría esa noción de “EA” entre los griegos, y con posterioridad sabemos que florece la filosofía pre-socrática, vertebrada en torno a una noción de Physis cuyo ser irá visualizándose en “el proceso” (Heráclito), “el agua”, “el fuego”, “el aire”, “el átomo” (Demócrito), “la permanencia” (Parménides), entre otras Categorías auto-determinantes pensadas por esos filósofos llamados “físicos”. Haciendo un inciso, diré que es bien curioso que la voz francesa “eau” se aleje de la voz latina “aqua” y sin embargo nos recuerde tanto al EA de los cananeos.
Por su parte, el judaísmo testamentario incorporará, milenios después, la figura de Leviatán junto a tantos elementos mitológicos babilonios (o sumerios e interiorizados luego por los babilonios), describiendo en el Génesis cómo Jehová da muerte a Leviatán. El judeocristianismo primitivo, en fin, desarrollará el regreso apocalíptico de Leviatán (“la bestia del agua”, Apocalipsis de San Juan), y su enfrentamiento con “la bestia de la tierra”, o Behemoth.
Mientras, los neo-babilonios de la época de la Torah rememorarán la tradición cosmológica babilonia relatando la mezcolanza primigenia de agua y de oscuridad, de la que van formándose constantemente extravagantes criaturas regentadas por una gigantesca mujer llamada “Mar”. Dios cercena a Mar por la mitad, desprendiendo así la materia con que formar cielo y tierra de cada hemisferio, y procediendo después con la génesis de animales, ser humano, sol, luna, estrellas, planetas.
Es patente la analogía con el mito asirio-babilonio (¿otra vez el nexo amorrita?) de Lilith (o Lilitu) como ser primigenio manifestación de Ishtar, a quien Dios parte con su espada dando lugar a hombre y mujer.
Lilith es re-figurada en las tradiciones rabínicas del Génesis como mujer a quien Jehová destierra del Edén (ed En, “alegría de Dios”) por rebelde y por mostrar actitud dominante en las relaciones con Adán, separación que Jehová enmienda creando a Eva a partir de Adán (Ad-daam, “la sangre”, “el rojo”, en alusión a la rojiza arcilla de la que él fue moldeado).
Por último, el judeocristianismo demoniza a la desterrada Lilith (así como por ejemplo Ishtar-Ashtaroth “deviene”, por inversión valorativa y Moral judeocristiana, el diablo Astaroth). En el cristianismo medieval Lilith toma forma como diablesa de la lujuria.
Y, paralelamente a toda esa Cosmología -que afecta a los grandes cuerpos y fenómenos celestes, a la substancia de estos y a las primarias fecundaciones naturales terrestres que ellos prodigan, como cauces y caudales, tierra, fronda, raíces, vida animal salvaje, fertilidad concebida como Potencia o Virtualidad de crecimiento, etc.-, Cosmología ésta sobre cuyo corpus el judaísmo iría desarrollando a posteriori su narrativa del Génesis y de sus seis días más el sabaat, la episteme remota medio-oriental desarrolla (no debe confundirse) una “historia de los orígenes”.
Ella versa del regalo divino de instrumentos, Fuerzas Productivas, saberes, formas de gregarismo y de cooperación, construcciones, domesticación y crianza, y reunión y uso de animales en relación a usos de la naturaleza, etc. Al girar el desarrollo material -y con él la historia social- alrededor del agua y de la actividad por domeñarla, los habitantes del Creciente Fértil alojan mentalmente en el terreno de lo sagrado, a inventos, descubrimientos, relaciones sociales y modos de concentración gregaria y vinculación.
La antigüedad helénica, igual que hiciera con tantísimas otras dimensiones culturales de la llamada “Siria natural” (hasta el alfabeto griego deriva del cananeo-ugarítico), reprodujo la dialéctica Hadad-Mot bajo la forma de tensión entre Dionisos (la ceguedad afirmativa de vida en una inmediatez arrolladora que des-subjetiva al viviente hasta su propia auto-pérdida) y Apolo (la afirmación consciente y proporcional de ese mismo caudal de vida creadora, para hacerlo resplandecer); relación entre dimensiones mundanas -sacralizadas como atributos de uno y otro Dios- que la genialidad de Nietzsche supo después rescatar y desarrollar.
Apuntar, por cierto, que, entre la “deuda” que los helenos mantuvieron con “la Siria natural”, puede contarse nada menos que, para empezar, su modo de auto-nominación, pues las Hélades (Helas) aluden a EL (allá donde viven los helenos; los helenos, esto es, aquellos que viven bajo El), representado como Zeus (Theos, es decir, Dios en voz griega clásica).
Más tarde, lo divino -lo bueno por antonomasia-, de que las gentes helenas participan al menos en su forma de auto-conciencia, empieza a ser co-designado, por los hablantes de griego, a componentes fenoménicos de los propios griegos. Pasa así a denotar “palidez”, claridad. Paralelamente, los griegos con-funden lo divino, lo bueno, con su condición (o al menos su percepción) sociológico-territorial, y de ahí que Helas y heleno pase a connotar “señorío”, “poseedor”, “que posee”, “que domina”, “soberano”.
Esta desembocadura de significado volvió curiosamente co-permeables entre los antiguos griegos a la forma “helas” con la raíz indo-europea pre-griega “ar” (“señor”, “dueño de”), hallándose huellas de esta co-identidad de significantes por ejemplo atendiendo a los nombres “Helena” e “Irene”, que son, en realidad, uno mismo (“Blanca” y “dueña, poseedora” o, indistintamente en ambos, “Griega”). Esa raíz “ar” se presenta en el griego clásico (lengua de tronco indo-europeo), integrando conceptos como “Ares” (dios griego de la guerra, el romano “Marte”) o “Aristoi” (“el que tiene realidad”, “el real, verdadero”, “sincero, claro”, “honesto, noble”, “señor de sí”).
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