“La marcha hacia la victoria no se detiene”, “¡Patria Libre o Morir!”, “¡Patria o Muerte Venceremos!” Y mirándonos a nosotros, ¨los extranjeros¨, nos decían: “¡Chilenos, ahora nos vamos para El Salvador y después con ustedes para Chile!”
Cuando amaneció el 18 de julio de 1979 en el Frente Sur de Nicaragua, no se escuchaba ningún ruido que no fueran los propios de la naturaleza, que en ese país centroamericano es esplendorosa. Pájaros de todos colores trinando, vegetación intensamente verde, perenne. Clima Impresionante, sobre todo para nosotros habitantes del fin del mundo. No se sentía el ruido de guerra. Estábamos sorprendidos y muy alertas.
Era un silencio extraño: la artillería y los morteros enemigos habían cesado su martillar diario. La aviación no nos acosaba con sus bombas y metralletas como lo hacía desde que había llegado a la zona de guerra. Los cañonazos que eran el pan de cada día, esa mañana no se escuchaban. Tampoco se observaba movimiento enemigo en sus trincheras y no éramos blancos de los disparos de los soldados de la guardia somocista, ni de sus francotiradores.
A través de un radio portátil que nos servía de escucha, nos enteramos de la huida del dictador Anastasio Somoza a Estados Unidos el día anterior. Al anunciar su renuncia, dejó a uno de los suyos como presidente del país – “un tal Urcuyo”, como le decían los propios nicaragüenses, que no alcanzó a durar un par de días en el poder.
Los chilenos, en un grupo mayor a medio centenar, estábamos desplegados en combate en diferentes puntos del territorio liberado por los sandinistas y mantenido también por nuestro esfuerzo. La sangre chilena ya abonaba esa tierra y la añorada libertad del pueblo heroico de Sandino. Intuíamos que algo pasaba ese día de julio en la guerra a la que por solidaridad combatiente estábamos de lleno involucrados.
Era extraño lo que me sucedía. Echaba de menos la tensión que producía cada bombazo o la metralla potente de la aviación enemiga. Intuitivamente, persistíamos en caminar por las orillas de los caminos, protegidos por los árboles para evitar ser vistos por los aviones exploradores y los francotiradores. En esa aparente tranquilidad, era lógico colgarse el fusil FAL al hombro, pero lo seguíamos manteniendo en posición de alerta. Pero, poco a poco nos fuimos relajando.
Al día siguiente, 19 de julio, los guerrilleros nicaragüenses, como despertando de un letargo, comenzaron a disparar, pero no en dirección del enemigo, sino directamente al aire. Se alzaban sobre las trincheras, en la propia carretera Panamericana, o donde sea que se encontraran. Nos abrazaban y nos abrazábamos entre todos y gritaban: “¡Le ganamos al hijo de puta, se acabó la guerra compitas, ganamos!”, “¡Viva el FSLN!”. Gritaban sus famosas consignas de combate “La marcha hacia la victoria no se detiene”, “¡Patria Libre o Morir!”, “¡Patria o Muerte Venceremos!” Y mirándonos a nosotros, ¨los extranjeros¨, nos decían: “¡Chilenos, ahora nos vamos para El Salvador y después con ustedes para Chile!”
Era la victoria, algo que los revolucionarios y los pueblos conocen la mayoría de las veces por los libros. El triunfo, la libertad... palpaba la alegría que sólo habíamos visto en películas. Pasaban por mi mente imágenes que vi en las noticias de cuando los guerrilleros cubanos con Fidel a la cabeza de su extraordinario pueblo entraban a La Habana, o cuando el pueblo ruso expulsó a los alemanes del territorio soviético en su victoria contra el nazismo.
Los compas iban de lado a lado, relatando combates, prometiendo que volverían a encontrarse luego de que ubicaran a sus seres queridos. A algunos los envolvía el dolor, lloraban al recordar a los camaradas caídos. Era la hora del recuento, de los balances, de lo que habían perdido y lo que habían ganado. El triunfo nicaragüense tuvo sin lugar a dudas un alto costo para este querido pueblo.
En el Frente Sur, se comprobó que la Guardia Nacional que estaba en nuestro frente, había huido por la carretera a San Juan del Sur, en la costa del Pacífico. Luego se supo que en barcazas fueron trasladados hasta El Salvador. Comenzaron entonces los preparativos para cumplir la orden de la Comandancia del FSLN de partir hacia la capital, Managua. Los internacionalistas colaboraríamos en organizar las columnas de guerrilleros para la marcha. No teníamos idea cómo era la capital de Nicaragua. Habíamos peleado por la libertad de ese país sin conocerla. Sólo por el mapa sabíamos para dónde debíamos dirigirnos y la dirección que debíamos tomar. El norte era el camino.
Las fuerzas del Frente Sur habían crecido en combatientes, piezas de artillería y morteros, lanzacohetes, ametralladoras ligeras y pesadas y hasta una pieza de artillería anti aérea. Para la marcha había que asegurar la protección aérea y prever posibles emboscadas. No sabíamos de dónde podían venir los ataques enemigos y no teníamos la información completa de la situación de la Guardia luego de la huida de Somoza.
La misión era bien concreta: organizar correctamente la columna para la marcha. Los guerrilleros y el armamento de infantería y artillería debían ser distribuidos en los camiones y otro tipo de vehículos con que se contaba en esos momentos.
Muchos guerrilleros, incluyendo algunos jefes, no estaban muy interesados en llegar en formación a Managua, ni menos meterse en la columna de marcha. Estos muchachos querían partir inmediatamente a la capital. Muchos de estos combatientes, que para siempre pasaron a ser nuestros hermanos de sangre, partieron a Managua por su propia cuenta. Querían ser los primeros en llegar a la capital. Soñaban con volver a ver a sus padres y madres, seguramente los creían muertos y los andarían buscando desesperadamente en cada columna guerrillera que llegara a la capital.
Su urgencia era abrazar a sus amigos, llorar con ellos lágrimas de victoria, hablar de los héroes caídos. Intentar recuperar el tiempo y los besos perdidos de sus novias, o disfrutar de nuevo a sus hijos. El triunfo era todo eso para los nicaragüenses. Para ellos la guerra había terminado, y ahora querían volver a vivir o empezar a vivir de nuevo. Se habían ganado ese derecho. No querían más guerra. Nosotros los mirábamos, yo me decía: Pensar que nosotros estamos recién empezando. Los envidiaba sanamente.
Llegado el atardecer, con los compas que no pudimos ser parte de la columna, había tareas que cumplir todavía en el Frente Sur, nos agrupamos para hacer una gran fogata. Compartimos con ellos esa noche en vigilia. Se encontraban con nosotros varios guerrilleros que fueron designados como policías fronterizos. Estábamos atentos a cualquier rebrote de los somocistas.
Hermosa y linda se veía la noche con la gran llamarada de la fogata. Esa si era una verdadera llama de la libertad. Surgió espontáneamente el canto y no faltaron los que pidieron el “Venceremos” de la Unidad Popular chilena en medio de tantas lindas canciones nicaragüenses. Sus letras mostraban claramente la dura realidad de la lucha. Esta revolución enseñaba al pueblo a combatir con el canto.
Me alejé de la fogata, caminé al sitio donde estaban sepultados los cuerpos de algunos guerrilleros caídos en la guerra. Una de las tumbas tenía vainas de proyectiles de cañones a su alrededor como de adorno. El letrero en forma de cruz que la encabezaba tenía un nombre manuscrito muy familiar: “Gualberto”. El seudónimo que usaba el Teniente Artillero Days Huerta, chileno del puerto de Valparaíso. Me vino su imagen a la memoria. Había muerto en combate apenas unos días, lo enterramos con honores en un cajón de morteros.
Finalmente, las fuerzas del Frente Sur avanzaron hacia Managua. La Guardia Nacional colapsó después de la renuncia del General Anastasio Somoza, igual de criminal que Augusto Pinochet. El último cañonazo de la Guardia Nacional en nuestra zona de guerra se dio como a las cinco de la mañana del 19 de julio. Minutos después, una patrulla de exploración enviada a verificar las posiciones enemigas confirmó su retirada hacia San Juan de Sur. Las tropas sandinistas entraron victoriosas en la capital el 20 de julio de 1979, entre ellos, jóvenes militares chilenos.
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