La semilla sembrada por el General de Hombres Libres germinó silenciosamente en el corazón del pueblo, como suelen hacerlo las grandes ideas. Aunque su cuerpo fue fusilado aquella noche de 1934, su espíritu, su pensamiento, quedó sembrado en la memoria profunda del pueblo. Y esa memoria, fértil y rebelde, nunca dejó de latir.
La sombra de Sandino, inmortal y luminosa, no fue simplemente la de un guerrero, sino la de un pensamiento que se resistió a morir, atravesó los años de oscuridad somocista, y a pesar de la noche oscura impuesta por la dictadura somocista, ilumino a jóvenes que no aceptaron la humillación, y la injusticia de la dictadura.
Durante más de cuatro décadas, Nicaragua vivió sumida en la opresión, pero en los rincones más humildes –en las montañas, en los talleres, en los barrios marginales– sobrevivió la voz de Sandino, transmitida de boca en boca, de generación en generación. Era una voz que hablaba de dignidad, de soberanía, de justicia social. Una voz que decía, casi en susurro, que la historia que comenzó en 1927 aún no estaba concluida.
Y en los años sesenta, aquella chispa se transformó en fuego cuando un grupo de muchachos retomó su bandera, su nombre y su ideario para fundar el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Fue Carlos Fonseca Amador quien, con lucidez y convicción, unió las palabras de Sandino con las luchas de su tiempo.
Él comprendió que la historia no había terminado en 1934, que la bala asesina no había matado un cuerpo, sino liberado una idea.
Fue esa voz la que encontró eco en un puñado de muchachos decididos que retomaron el estandarte de la lucha antiimperialista. Bajo la guía de Carlos, recuperaron el pensamiento sandinista, lo estudiaron, lo reivindicaron y lo transformaron en acción concreta. Fonseca no solo rescató las ideas del General; les dio un programa, les dio una estrategia, les dio un pueblo. Él entendió que Sandino había sido más que un comandante guerrillero: había sido el constructor de una ética y una visión continental de emancipación.
Así como nació el FSLN, hijo legítimo del pensamiento de Sandino y fruto maduro de las luchas populares de América Latina. El Frente recogió la herencia y ejemplo del pequeño Ejército campesino, Defensor de la Soberanía Nacional y lo convirtió en una organización política y militar capaz de desafiar al régimen más brutal del continente y al imperialismo.
Tomó de Sandino su amor por la soberanía, su ética de sacrificio y su visión social de la justicia. Comprendió que la lucha debía ser, otra vez, de los pobres, por los pobres y para los pobres.
El somocismo, sostenido por los intereses económicos de Estados Unidos y por la violencia sistemática contra el pueblo, creyó que su poder era eterno. Pero, como enseñó Sandino, ningún imperio es invencible cuando un pueblo pierde el miedo. Fue así como las montañas volvieron a llenarse de muchachos y muchachas dispuestos a dar la vida por una Nicaragua distinta: agricultores, obreros, estudiantes, sacerdotes comprometidos, madres que habían perdido a sus hijos a manos de la Guardia Nacional.
El pueblo, armado de conciencia y esperanza, se levantó de nuevo.
Cada paso del FSLN recordaba las enseñanzas de Sandino:
la defensa del territorio como acto sagrado, la organización colectiva como fuerza invencible, la solidaridad como fundamento político, y la claridad de que el enemigo no era un hombre, sino un sistema de dominación. Después de años de lucha, de sangre derramada y de resistencia inquebrantable, llegó el día esperado: 19 de julio de 1979.
Ese 19 de julio, el sueño se hizo carne y la bandera roja y negra ondeó sobre Managua. Aquel día, Sandino regresó en el rostro de cada combatiente, en la sonrisa de cada madre, en la mirada de cada niño que nacía, por primera vez, en libertad. Nicaragua, por fin, se liberaba del yugo de la dictadura somocista, heredera directa del crimen que un día creyó apagar la voz del General.
Pero la revolución no fue un punto final. Fue el comienzo de una nueva batalla: la de construir un país justo, alfabetizado, digno, solidario. El sandinismo, más que un movimiento político, se convirtió en una forma de vida, una manera de entender la patria y el ser humano. Sandino dejó de ser un símbolo del pasado para transformarse en brújula del futuro.
La Revolución Popular Sandinista no fue una simple victoria militar. Fue el renacer del proyecto humanista de Sandino: alfabetizar al país, dar salud al pueblo, devolver la tierra a quienes la trabajan, dignificar a la mujer, defender el medio ambiente, y reconstruir el tejido social destruido
por décadas de violencia y sometimiento.
Fueron los años en que el sandinismo pasó de ser memoria histórica a convertirse en práctica viva, en gobierno, en transformación real.
Aquel “todos juntos” que predicaba Sandino dejó de ser consigna para volverse un modelo social. La educación se abrió para quien nunca la tuvo; la salud dejó de ser privilegio; se combatió el analfabetismo con un ejército de jóvenes; se crearon cooperativas productivas; y se impulsó una reforma agraria que devolvió dignidad a miles de campesinos.
Pero como toda revolución verdadera, la sandinista despertó los temores del imperio. Y nuevamente, como en tiempos de Sandino, Nicaragua se convirtió en un objetivo a destruir. La guerra sucia promovida por la CIA y financiada por los Estados Unidos buscó frenar el avance social,
debilitando al país con mercenarios entrenados y armados para sembrar terror. Miles de vidas se perdieron defendiendo lo que Sandino había proclamado desde 1927: el derecho a ser un pueblo libre.
Pasaron los años, los ataques, las traiciones y los intentos de restaurar el viejo orden. Pero el sandinismo, como Sandino mismo, se niega a morir.
Hoy, al mirar hacia atrás, vemos que su legado sigue latiendo en los programas sociales, en las cooperativas, en la defensa del medio ambiente, en cada acción que prioriza el bien común sobre el interés individual.
La guerra cambió de forma, pero no de fondo. Los mismos que ayer invadían con fusiles, hoy lo intentan con mentiras, sanciones y campañas mediáticas. Sin embargo, el espíritu de Sandino sigue ahí, recordándonos que la independencia no se mendiga: se conquista y se defiende todos los días.
Sandino vive en la educación gratuita, en la salud pública, en el campesino que siembra su tierra sin miedo, en la mujer que lidera su comunidad, en el joven que sueña con una patria digna y soberana.
Sandino vive porque su pensamiento no envejece, porque su palabra es raíz y futuro, porque su sombra no es oscuridad, sino luz.
Porque no es una forma de gobierno, sino una forma de conciencia. Su fuerza radica en la memoria colectiva y en la claridad de que la lucha no es solo por el presente, sino por las generaciones que vendrán.
Hoy, en el siglo XXI, el legado sandinista sigue vivo en la construcción social del país: carreteras donde antes había olvido, escuelas donde antes había oscuridad, hospitales donde antes había abandono. El pueblo avanza con un modelo centrado en la solidaridad, la equidad y la dignidad humana. La guerra continúa, sí, pero es otra guerra: la guerra de las conciencias.
El desafío de hoy es el mismo que él enunció hace casi un siglo: ser libres y ser justos.
Y mientras haya un nicaragüense que luche por la dignidad de su pueblo, Sandino seguirá vivo, no en los retratos ni en los discursos, sino en la conciencia colectiva que se niega a rendirse.
Porque Sandino, hoy más que nunca, es un horizonte, un faro.
Un pensamiento que se extiende hacia el futuro.
Una invitación permanente a luchar por justicia y por patria.
Y mientras haya un solo nicaragüense —uno solo— que se niegue a arrodillarse ante el poder extranjero, Sandino seguirá vivo, guiando los pasos de una nación que aprendió de él, que la libertad se sueña, se defiende y se construye todos los días.
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