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sábado, 19 de mayo de 2018

Nicaragua: Acuerdo nacional o guerra general

Por Augusto Zamora.

No es otra la cuestión que se juega en el diálogo recién abierto, cuestión que –posiblemente- algunos no tengan del todo claro y otros –creemos que una minoría ínfima- sí, con el deseo de que fracase y haya guerra. Al finalizar la primera jornada se escucharon voces por esta vía, voces exaltadas que decían de no volver a la mesa de diálogo y romperlo todo, demostrando con esa actitud una extrema irresponsabilidad y un escaso amor por esa Nicaragua que dicen defender.
Nadie destruye lo que ama, nadie, al menos, en su sano juicio. Criamos y cuidamos de nuestros hijos preservándolos del peligro y todo deseamos, menos verlos enterrados en espirales de violencia que destruyan su vida y futuro. Amar es construir, crear entornos para ser felices nosotros y nuestros seres queridos, felices dentro de lo que podemos serlo en este mundo desigual y atribulado. Es, por eso, difícil de entender que se hable de amor a la patria al tiempo que se la aboca, desde posiciones extremas, al conflicto, la intolerancia, la ruina económica y la destrucción.
La mesa se llama de diálogo nacional, pero, realmente, es un foro de negociación con la Iglesia Católica de mediadora. Es un punto que debe especificarse. Dialogar, según el diccionario de la lengua, es una “plática entre dos o más personas que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos”. Negociar es “tratar asuntos públicos o privados procurando su mejor logro”. Al diálogo nacional no se ha ido a platicar, sino a negociar una salida a la crisis.
Pues bien, “negociar supone ceder”, como escribió el Grupo de Contadora en la carta de remisión del último proyecto de Acta para la Paz y la Cooperación en Centroamérica, en 1986. La Declaración de Manila sobre Solución Pacífica de Controversias, por su parte, señala que, para que haya una adecuada negociación, las partes deben comportarse “de buena fe y con espíritu de cooperación”, de forma que sea posible “alcanzar un acuerdo pronto y equitativo de sus diferencias”.
De eso se trata. De alcanzar un acuerdo pronto y equitativo por el bien del país, de todos y cada uno de sus habitantes. Llegar a acuerdos implica, para quien quiera alcanzarlos, abandonar peticiones extremas, descalificaciones e insultos. Implica entender que un acuerdo es un punto de equilibrio entre los intereses de una parte y los intereses de la otra, no la prevalencia de los puntos de vista de una sobre otra. A eso no se le llama negociación, sino imposición. Exigir del otro todo a cambio de nada es negar cualquier posibilidad de arreglo pacífico. Es invitar, sin decirlo, al enfrentamiento total.
Es, en este punto, donde el mediador debe cumplir su papel de mediar. Mediar: “interponerse entre dos o más que contienden, procurando reconciliarlos y unirlos en amistad”, define el diccionario de la lengua. El mediador, por tanto, tiene como primera misión aproximar a las partes sin tomar partido por ninguna de ellas. Debe, además, delimitar el alcance y objeto de la controversia, pues identificar los puntos de desacuerdo es paso previo esencial para buscar un acuerdo y posibilitar el arreglo.
Tampoco ayuda plantear escenarios de buenos y malos, héroes y villanos. Eso vale en una película de Hollywood, no en un foro donde se decide el futuro de un país. Cada quien es libre de guardar odios, fobias y amores; pero dicho foro no es un rincón donde resolver reyertas, sino sitio para encontrar soluciones a la crisis terminal de Nicaragua. Crisis cuya única alternativa es la paz, pues la guerra no es alternativa. Es el suicidio.
Nicaragua posee una economía en extremo frágil. Francia puede aguantar un mes de huelgas (las ha habido), pero su nivel de riqueza le permite afrontar el daño. Nicaragua no puede. Las reservas internacionales del país equivalen al presupuesto anual del Real Madrid, Barcelona F. C. y Manchester United.




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