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miércoles, 28 de diciembre de 2011

El asesinato político en la América Latina del siglo XX. Por Percy Francisco Alvarado Godoy

Por Percy Francisco Alvarado Godoy

La guerra sucia contra los pueblos. 

Una parte considerable de nuestras naciones latinoamericanas padecieron durante los últimos tiempos un permanente desangramiento sin parangón en su historia, motivado por la profundización de la violencia y los conflictos internos. Las causas, en muchos casos aún latentes, fueron las graves condiciones de desigualdad y un incremento de la injusticia social. Las endebles democracias de América Latina, impuestas mediante elecciones plagadas de corruptelas, o bajo la anuencia y presiones de la Casa Blanca, resultaron ineficaces para controlar sus respectivos países. Washington encontró en las cúpulas castrenses la aparente solución: la dictadura militar. De esta forma, el poder castrense fue entronizándose en las naciones del continente: primero en Paraguay (1954); luego en Brasil (1964); y, posteriormente, en otras naciones del Cono Sur como Perú (1968), Uruguay (1972), Chile (1973), Argentina (1976) y Bolivia.

La macabra época de los generalatos, torturas y desapariciones, protagonizadas por hombres sin escrúpulos como Alfredo Stroessner, Rafael Videla, Augusto Pinochet, Hugo Banzer y el no menos cruel, aunque civil, José María Bordaberry, golpeó a los mejores hijos de Latinoamérica. Era tal la dependencia y la sumisión a Washington, que varios gobiernos, en apariencia democráticos, optaron por recurrir al patrocinio militar para enfrentar los justos reclamos populares. Así sucedió en Uruguay, Guatemala, El Salvador y Honduras.

La ideología de los generales, influida notablemente por el fascismo y las doctrinas de la ultraderecha conservadora norteamericana, tenía el doble propósito de detener, por un lado, a la legítima lucha de los pueblos y, por otro, incrementar los niveles de dependencia al capital extranjero. Toda esta amalgama ideológica, sustentada por la doctrina de la Seguridad Nacional, descansó en la defensa a ultranza del desarrollo de un capitalismo dependiente al capital foráneo y de las estrategias de desarrollo diseñadas por teóricos norteamericanos, así como en la represión y estigmatización de quienes propusieran otras alternativas de progreso. El ejemplo cubano fue excomulgado, censurado y perseguido, así como aquellos que le defendían como alternativa más viable para sus países.

Fue una época oscura que solo vale ser recordada para el reclamo de justicia y para evitar que se repita. Las dictaduras castrenses se extendieron por largos años en varias naciones del continente, a pesar de la condena internacional a las mismas. La dictadura de Stroessner en Paraguay duró desde 1954 hasta 1991; el régimen de Pinochet en Chile se alargó desde 1973 hasta 1990; la Argentina padeció a Videla, Viola y Galtieri desde 1976 hasta 1982; mientras en Uruguay los gobiernos represores de Jorge Pacheco Areco y José María Bordaberry se extendieron desde 1966 hasta 1985. Este mismo panorama aterrador lo sufrieron otras naciones del continente como Bolivia, Guatemala y otras.

El mal impuesto a nuestras naciones, aunque no fue eterno, fue desastroso. La humanidad entera se conmocionó ante tanto crimen y tamaña injusticia. Fueron largos años de reclamo, de denuncia, de combate y oposición, los que dieron al traste con esta página negra de nuestra historia. Muchas fueron las causas de su desaparición, pero la más válida fueron la resistencia denodada de los mejores hijos de nuestros pueblos y la creciente solidaridad del mundo hacia su lucha heroica. Influyeron también el desprestigio de estos regímenes a causa de la corrupción y su criminalidad, las contradicciones internas dentro de los mismos y la lucha de poder, el fracaso de los modelos económicos defendidos por ellos mediante el terror y, sobre todo, la pérdida del miedo por parte de los pueblos.

Mucho se trató de hacer por ocultar tanto crimen. Los culpables de las torturas, asesinatos y desapariciones, recurrieron a diversas artimañas para escapar del justo reclamo de justicia por parte de sus víctimas y familiares. Sin embargo, ni el olvido, ni la complacencia, pueden resguardar y perdonar al crimen y a la impunidad.

¿Qué quedó, sin embargo, como huella amarga de esta nefasta experiencia?

Miles de los mejores hijos de Latinoamérica fueron asesinados salvajemente, arrancados de sus hogares en las sombras de la noche y sus cuerpos desaparecidos para siempre. El dolor late, permanece y no quiere perdonarse.

La Argentina.

Aún hoy, en Argentina, por ejemplo, se recuerda con dolor tanta injusticia. Las Fuerzas Armadas fueron las responsables directas de la violación de los derechos humanos de millares de ciudadanos los que, mediante el empleo de técnicas sofisticadas de tortura, tomadas de la experiencia nazi y de los manuales de contrainsurgencia de la CIA y de las fuerzas armadas norteamericanas, fueron ejecutados, mutilados, torturados y, finalmente, desaparecidos.

30,000 fue el escalofriante número de personas desaparecidas y asesinadas por la represión castrense en esta guerra sucia. Puede decirse, sin temor al equívoco, que casi toda una generación de argentinos fue víctima de esta atrocidad, El hecho de que el 80 % de los asesinados y desaparecidos tuviera entre 21 y 35 anos de edad, así lo confirma.

Hoy, se descubren los embrollos de esa trama bestial y reprobable. Los militares argentinos llegaron a contar con 340 centros clandestinos de tortura y detención, cuyos operadores eran represores castrenses.

El terrible aparato represivo de los militares argentinos contó con el apoyo y la complicidad de civiles miembros de instituciones religiosas, legales y de otro tipo. Baste ejemplificar esto con la denuncia de la CONADEP, la cual publicó una extensa lista de 1351 torturadores, entre ellos diversos médicos, jueces, periodistas, obispos y sacerdotes católicos, protagonistas de esa guerra sucia. ¿Podría imaginarse, me pregunto, que miembros de la iglesia católica como el obispo Pío Laghi, Nuncio Apostólico del Estado Vaticano en Argentina; el ex obispo de La Plata, Antonio Plaza; el Monseñor Emilio Graselli; el sacerdote Christian Von Wernich; el capellán Pelanda López y el Monseñor Adolfo Tórtolo, Vicario de las Fuerzas Armadas, fueron cómplices directos de las torturas, asesinatos y desapariciones de argentinos?

Los escuadrones de la muerte, integrados por miembros del ejército, la policía y la armada, civiles anticomunistas y una amplia gama de pandilleros y delincuentes, agruparon en torno a la “Triple A” (Alianza Anticomunista Argentina) y el comando “Libertadores de América” a la fuerza debidamente entrenada por la CIA y el FBI norteamericanos para ejercer la represión contra las fuerzas progresistas. El propio general Videla declaró en 1975, sin remordimiento o preocupación alguna, que: “…morirán tantos argentinos como sea necesario a fin de preservar el orden".

La Operación Cóndor fue la consumación de los planes norteamericanos para garantizarse un traspatio seguro en la región y representó la internacionalización del terror por parte de los militares latinoamericanos. Sin lugar a dudas, luego de haberse establecido en un encuentro realizado a fines de noviembre de 1975, durante una reunión en Santiago de Chile y bajo la anuencia directa de Pinochet, en la que participaron represores de Chile, Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay, se crearon las condiciones organizativas, técnicas y financieras para llevar a cabo operaciones a gran escala, internacionalmente coordinadas, y encaminadas a reprimir de conjunto a las fuerzas progresistas de la región. Los argentinos, al igual que sus socios chilenos, paraguayos y uruguayos, desempeñaron un rol relevante en estos planes.

Los frutos de la nueva estrategia de terror diseñada en la Operación Cóndor no se hicieron esperar: militares argentinos y chilenos ejecutaron el asesinato en Buenos Aires del general Carlos Prats y de su esposa. Luego vendría el atentado a Bernardo Leighton, en Roma. Estos hechos evidenciaron que la Operación Cóndor, bendecida por la CIA e integrada también por represores y terroristas de origen cubano, pasó a ser una alianza castrense de tipo internacional, integrada al menos por represores de más de seis países.

1976 representó un año de incremento de las acciones represivas a nivel internacional. Decenas de luchadores progresistas fueron asesinados luego de ser capturados en complejos operativos. En la lista de estos crímenes sobresalen los líderes miristas chilenos Edgardo Enríquez, Patricio Biedma y Jorge Fuentes; dos jóvenes oficiales de seguridad de la embajada cubana en Argentina: Jesús Cejas Arias, de 22 años, y Crescencio Galañega, de 26, quienes habían sido capturados el 9 de agosto de 1976 en el barrio de Belgrano; el ex Presidente de Bolivia, general Juan José Torres; el dirigente del ERP argentino, Mario Roberto Santucho; así como el tupamaro William Whitelaw.

Cóndor también provocó el asesinato de los destacados políticos uruguayos Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, así como en atentado que costó la vida al ex canciller chileno Orlando Letelier y su secretaria, perpetrado en territorio norteamericano por terroristas chilenos y cubanos estrechamente vinculados a la CIA.

Ya no es un secreto que 100 militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) chileno, exilados en Argentina, fueron brutalmente asesinados entre 1974 y 1975, en lo que se llamó Operación Colombo y cuyo artífice fue Pinochet.

Hoy tampoco resulta un secreto que una gran parte de los secuestrado y ulteriormente asesinados dentro de la Operación Cóndor, pasaron por una disimulada prisión ubicada en el barrio bonaerense de Floresta, conocida como Automotores Orletti, en la que fueron salvajemente torturados.

De aquella época de dolor y muerte queda aún el reclamo insatisfecho de justicia, el bregar heroico de los argentinos, representados legítimamente por las Madres de la Plaza de Mayo, por alcanzarla un día y, sobre todo, el optimismo de una Argentina mejor.

Chile

A partir del golpe militar contra el gobierno de la Unidad Popular, en septiembre de 1973, Chile conoció una época horrenda que arrebató la vida a sus mejores hijos e hizo trizas a las libertades democráticas. Las detenciones, las desapariciones y los asesinatos pasaron a convertirse en la venganza castrense contra todos aquellos que un día pretendieron hacer de Chile una patria igual para todos.

Al baño de sangre que continuó al 11 de septiembre de 1973, le sustituyó una férrea represión ejecutada inicialmente por distintos cuerpos de seguridad y, a partir de 1974, por la recién creada Dirección de Inteligencia Nacional (DINA). Todo ese despliegue de terror estuvo encaminado a consumar los planes represivos elaborados desde meses antes por los altos mandos militares chilenos, con el apoyo del gobierno norteamericano, y que estaban dirigidos a hacer desaparecer a más de tres mil altos dirigentes de izquierda y 20 mil cuadros de las organizaciones populares luego de la asonada militar. La represalia preelaborada por los golpistas apuntó también contra miembros de las fuerzas armadas opuestos a la sedición castrense.

Hoy se conoce igualmente que la propia Central de Inteligencia de los Estados Unidos colaboró con los militares chilenos en la confección de estos listados y que, con posterioridad al golpe, continuó facilitando información a los golpistas sobre exilados chilenos residentes en otros países, información que sirvió de base para las operaciones de secuestro y asesinato perpetradas durante la Operación Cóndor. Estados Unidos y sus agencias gubernamentales, apoyándose en un grupo de terroristas cubanos, apuntaló las decenas de operativos realizados por la DINA en otros países latinoamericanos y en varias naciones europeas. Por tanto, no resulta absurdo presuponer que la CIA supervisó todo el proceso de montaje de la asonada golpista en Chile, colaborando con los militares chilenos en el diseño de la ulterior respuesta represiva contra las fuerza de izquierda, lo que incluyó, desde luego, la desaparición física de Salvador Allende.

En los años siguientes, la colaboración entre los Estados Unidos y Pinochet se fortaleció a niveles sorprendentes. El propio Henry Kissinger santificó los asesinatos y la salvaje represión contra los chilenos, cuando le expresó a Augusto Pinochet durante un encuentro que ambos sostuvieron en junio de 1976: "… en Estados Unidos simpatizamos con lo que usted está tratando de hacer aquí".

Los cuantiosos recursos aportados por Estados Unidos para llevar a cabo el montaje de la Operación Cóndor incluyeron no sólo altas sumas de dinero, sino también un voluminoso intercambio de información, asesoramiento en técnicas de tortura y equipamiento provistos por la División de Servicios Técnicos de la CIA.

Como se ha destacado en otra parte del artículo, los militares chilenos desempeñaron un papel descollante en la internacionalización del terror contra los movimientos progresistas y sus líderes en América Latina. Fueron operativos de la DINA, una organización de inteligencia subordinada directamente a Pinochet, los que persiguieron, secuestraron y ultimaron a destacadas personalidades democráticas chilenas en el exterior, entre las que sobresalieron el general Carlos Prats y Orlando Letelier.

Durante la investigación llevada a cabo por el FBI sobre el asesinato de Orlando Letelier del Solar, un agente de esta organización federal, Robert Scherrer, quien fungía como agregado legal de la Embajada de Estados Unidos en Buenos Aires desde el año 1972, informó a sus jefes en un cable fechado el 28 de septiembre de 1976: "Operación Cóndor es el nombre en código de la recopilación, intercambio y almacenamiento de datos de inteligencia [militar] sobre personas [calificadas de adversarios políticos], recientemente establecida entre los servicios que a ella cooperan con el fin de eliminar a [sus adversarios políticos] en estos países. Además, la Operación Cóndor lleva a cabo operaciones conjuntas contra sus blancos en los países miembros (...) Chile es el centro de la Operación Cóndor, e incluye también a Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay. Brasil también ha aceptado en principio aportar información a la Operación Cóndor”.

Este sistema de terror provocó la desaparición de más de 30 000 personas, mientras que otras fuentes como la OEA, la ONU y el Consejo Mundial de Iglesias y el Parlamento Europeo, señalan como 45 mil los chilenos asesinados entre 1973 al 1990. Estas cuantiosas muertes por razones políticas, se consumaron en la aciaga Caravana de la Muerte, mediante las nefastas operaciones Albania y Colombo, así como los deplorables hechos sucedidos en la Colonia Dignidad, el Buque Escuela Esmeralda y otros. Repudiables fueron también los asesinatos de Barchelet, Víctor Jara, Hoteiza, Pablo Neruda, José Toha, Bonilla, Lumi Videla, Marta Ugarte, Miguel Enriquez y Salvador Allende. Otros terribles hechos de sangre que conmovieron a Chile entero fueron los asesinatos cometidos durante las protestas de pobladores de las colonias José María Caro, la Victoria, la Villa Francia; al igual que las muertes ocurridas en los estadios Chile y Nacional; los crímenes cometidos en Chacabuco, Tejas Verdes y los Buques de Valparaiso y Talcahuano; en Ritoque, Tres y Cuatro Alamos; en la Villa Grimaldi; en Discotex; en el regimiento Tacna, el Buin, el Tarapaca, en el AGA; asesinatos como los de la Academia de guerra de la Fuerza Aérea y de la Armada; los del local del ex diario Clarin y en el sótano del viejo Congreso Nacional, entre otros detestables hechos de sangre cometidos por los militares chilenos.

El Salvador

En esta nación centroamericana se cometieron crímenes atroces contra el pueblo y las fuerzas progresistas empeñadas en cambiar el deprimente status quo allí imperante.

El asesinato extrajudicial, la desaparición física y la tortura pasaron a convertirse en práctica rutinaria desde 1932, cuando el régimen de Maximiliano Hernández Martínez hizo desaparecer los cadáveres de las víctimas de sus frecuentes masacres.

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